Ricardo Gil Otaiza: Libros de papel

Nací en plena era Gutenberg, y me crie trajinando y manoseando libros de papel. Si bien en mi casa no teníamos una gran biblioteca, a la que yo pudiera atribuir mi pasión por los libros impresos, recuerdo que mi padre compraba obras de la literatura universal, hermosamente empastadas, tapa dura, de espléndidos colores, y puede que ese hecho puntual (que no era rutinario, sino esporádico, por cierto) me marcara sin yo saberlo.

Lo que sí resulta nítido para mí es la emoción cada vez que llegaba la temporada de la compra de los útiles escolares, en los meses de septiembre y octubre, porque eso implicaba el tener que ir a las librerías y poder extasiarme con el olor del papel impreso, con la algarabía de los niños y los padres con las largas listas escolares, con las rumas de libros, cuadernos, maletines, creyones, forros y frascos de gomas de pegar sobre los mostradores. Lo recuerdo, luego de varias décadas, y revivo la alegría de entonces. Creo que, de los tres hermanos, yo era quien más disfrutaba con aquello.

Claro, el disfrute estaba matizado con el horror de tener que llevar al colegio los libros que habían dejado mis hermanos, al ser yo el menor. Y ni qué decir, los libros quedaban maltrechos, con las puntas dobladas (mi hermano les quitaba las puntas a los libros y a los cuadernos y hacía con ellas bolitas empapadas con saliva y se las disparaba a sus compañeros de clase) y con páginas desprendidas, con los cantos sucios del trajín y exentos, qué duda cabe, del olor propio del libro nuevo que se abre al lector para ser estrenado con placer.

A veces, de un año escolar a otro, los colegios cambiaban de libros, pero mi padre se resistía a comprarlos. Por ejemplo, si se trataba de otro de historia, afirmaba, no sin razón, que los sucesos históricos eran los mismos. Yo le argumentaba que los profesores daban la clase siguiendo al pie de la letra los libros, y si yo tenía uno distinto, pues iba a estar más perdido que el hijo de Lindbergh. Y en verdad era así, pero lo que más me movía era perderme de estrenar libros, de darme ese enorme placer sensorial, de eximirme de quitarles el papel que los envolvía y hojearlos para captar con éxtasis el olor. También, debo reconocerlo, me daba vergüenza llevar libros viejos al colegio, lo que me hacía sentir en minusvalía frente a mis compañeros. No se imaginan la lata que les daba a mis padres con esto de los libros, y al cabo de varias semanas de guerra sin cuartel, terminaba mi madre, siempre consentidora, comprándome los libros requeridos por el colegio.

Siendo muy joven yo era más melómano que lector, y aunque eso era determinante a la hora de decidirme por un disco, en lugar de comprar un libro, mi pasión libresca crecía en mí. Y no se trataba sólo de libros, sino que me fascinaba leer en otros formatos, y recuerdo que siendo apenas un muchacho iba a la mejor librería de Mérida, la Selecta (hoy extinta), y compraba colecciones de revistas de historia universal y de astronomía (siempre me han interesado), y me daba a la tarea de leer tirado en mi cama en el mayor de los disfrutes que pudiera concebir. No era un joven a la usanza de entonces, jugando futbol o béisbol (que nunca aprendí, y tampoco tenía las destrezas físicas para eso), sino que prefería estar en mi casa escuchando música o leyendo. Fui al estadio a ver muchos partidos fútbol, pero créanme que lo hice, más para complacer a papá, que era un gran fanático del equipo local, que por pasión deportiva. Formulé así mi primera hipótesis: “el deporte es malo para la salud”.

Mi pasión libresca emergió con la ayuda del Círculo de Lectores. Vivían en mi casa dos primos hermanos, y el mayor de ellos era un disciplinado lector y estaba suscrito al Círculo, y cada vez que terminaba de leer un libro, me lo pasaba, y no perdía una sola ocasión para conminarme a dejar de escuchar música y dedicarme a leer. Se lo agradezco. Años después, cuando me gradué y mudé de ciudad, llegó el representante del Círculo a la pensión en donde vivía, a entregar la revista con las novedades literarias, y la hija de la dueña me asoció con el fin de ganarse un premio (por tantos nuevos socios la empresa recompensaba con bonitos premios y regalos sorpresa), y a partir de entonces, a la edad de veintidós años, comenzó mi larga historia con los libros.

Dos años después, retorné a mi ciudad y contacté a la gente del Círculo de Lectores, y di así continuidad a mi creciente vicio lector y libresco. Recuerdo los ojos destellantes de los representantes de la empresa (que solían ser jóvenes de ambos sexos, estudiantes universitarios que buscaban más ingresos), al ver que mis pedidos no se bajaban de tres libros (a veces el doble o el triple). Literalmente, me llené de libros, pero no para ponerlos en un estante y solazarme ante la imagen de mi pequeña y colorida biblioteca, sino para leerlos con verdaderas ansias lectoras.

Sin percatarme, me envicié, y ya no me bastaba con los montones de libros que le compraba al Círculo, sino que me hice asiduo visitante y cliente de las librerías de la ciudad. Y, por si fuera poco, empecé a contactar librerías de todo el país y les hacía encargos. Años después, comencé a comprar libros en Colombia, y traía de la Argentina, México y España. Todo bien, hasta que vino la crisis y puso punto final al desvarío. Sigo estrenando libros: los de mi propio librero.

rigilo99@gmail.com

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