Ricardo Gil Otaiza: Lecturas postergadas

Parto siempre de la premisa borgeana de que la lectura debe ser una de las formas de felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz. En mis columnas intento insuflar en los otros las ansias de lectura, que se hagan viciosos de los libros como lo soy yo, pero, obviamente, lo que no puedo es ponerle una pistola en la sien a alguien para que se haga lector, porque ese proceso es lento y paulatino, podría llevarse toda la vida, y si esa persona no siente el más mínimo deseo de leer, pues no hay mucho por hacer, es su vida y su tiempo y contra eso nada vale. A fin de cuentas: esa persona no sabe lo que se pierde.

En el largo camino de la lectura hay libros que se leen con gran gozo una y mil veces: siempre volvemos a ellos, los convertimos sin más en libros de cabecera, en auténticos oráculos, en fuentes permanentes de disfrute estético y de crecimiento personal, son esos libros de los que nunca nos desprendemos aunque estén viejos y sobados, con sus páginas deterioradas y amarillas por el trajín de las diversas lecturas, son esos ejemplares que no cambiaríamos o sustituiríamos por nada de este mundo, y aunque compremos el título en nuevas ediciones, volvemos a las de siempre, las atesoramos con mimo como si fueran parte de nosotros mismos.

Hay libros que leemos de corrido sin interrupción, nada nos saca de sus entrañas, adonde quiera que vamos los llevamos para continuar con la aventura, y sin mucho esfuerzo llegamos al final. También los hay díscolos, reticentes, duros, que se hacen de rogar y hasta de perdonar: son aquellos que tenemos toda una vida trajinándolos sin terminarlos, como si de una extraña maldición se tratara, son esos ejemplares que siempre vemos sobre el sofá o la mesa de trabajo, que pasan los años y siguen estando a la mano, pero sin que nos atrevamos a finalizarlos, a darles finiquito como dicen los letrados, a sentir que hemos recorrido un largo trayecto y que por fin coronamos la ansiada meta y podemos decir: punto final.

Tengo varios libros maravillosos, inmensos libros, grandes libros, que por nada he podido terminarlos. Y no precisamente porque me resulten de difícil comprensión, sino que se adaptan muy bien a una lectura fragmentaria, por etapas de la vida, como quien degusta quedo y modoso un “algo” que le produce mucho placer, pero de lo que pronto se sacia y queda para otra oportunidad. Créanme, tengo varios libros en esta situación, y se los diré, pero hay uno que para mí es emblemático, porque representa el summum de la lectura pausada y postergada, se trata de la obra magna del gran escritor y poeta portugués Fernando Pessoa: Libro del Desasosiego. Mi tomo de Seix Barral data de 1997, y desde ese año a la presente fecha lo que he estado leyendo a cuentagotas: tanto así que son ya veintiséis años que lo fatigo y todavía voy por la página 259, de un total de 399, y cada 31 de diciembre escribo en mis deseos del nuevo año: “terminar por fin el libro de Pessoa”.

Claro, debo ser honesto, Libro del Desasosiego no es para nada fácil, sobre todo porque después de la lectura de sus páginas el espíritu queda inquieto, en una suerte de melancolía saltarina, es decir, que va y viene, que nos lleva de la mano en una suerte tobogán de emociones, y que no siempre estamos dispuestos a asumir por mil circunstancias. Y gracias a que este libro no es una novela, sino la amalgama de diario íntimo, ensayo, relato y poema, podemos volver a él sin mayores remordimientos ni extravíos, luego de meses sin revisitarlo, y continuar como si nada, y tener la extraña sensación de que fue apenas ayer que leímos la página anterior, y sentir el gozo y el placer de lo que es recorrer una buena porción de nuestras vidas. Sin más, llevo leyendo este libro desde antes que naciera mi hija menor, y ya es una mujer.

Hay otros libros con los que me ha pasado algo similar, aunque con disímiles años de data. Paso a nombrarlos sin ánimos de precisión cronológica: 2666 del autor chileno Roberto Bolaño, que ya tiene conmigo en su edición entera de Anagrama, desde 2004, es decir, diecinueve años de intentos infructuosos de avanzar en su grueso corpus de 1125 páginas. Lógicamente, cada vez que retorno a él estoy más perdido que el hijo de Lindbergh, por tratarse de una monumental novela, y debo por razones lógicas echar para atrás muchas páginas para ver si hallo el hilo perdido meses atrás, y casi siempre me rindo: retrocedo hasta el inicio del capítulo e intento sortear los normales escollos e hiatos de la historia.

Con los Cuentos Completos del mexicano Carlos Fuentes me pasa lo mismo. Tengo la magnífica edición del Fondo de Cultura Económica de 2013 con más de 900 páginas, y voy a paso de morrocoy. Por fortuna, no corro el riesgo de perderme, porque leo los cuentos enteros y marco, y así hasta una nueva oportunidad. Idéntico me sucede con los Diarios de Franz Kafka en edición de Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores del año 2000, que los tengo marcados en la página 257 de un total de 799. Algo parecido ocurre con los gruesos tomos de los Diarios de Robert Musil de 2006, y con la novela Rojo y negro de Stendhal de 1991.

¿Finalizaré las lecturas de estas obras? No puedo asegurarlo, pero este año le quité una obra a mi deuda: pude leer de un tirón La historia interminable de Michael Ende, que se hacía eterna en el anaquel desde 1993, y el disfrute fue inmenso.

rigilo99@gmail.com

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