De niño era lector de poesía y mis inicios fueron de la mano del gran poeta lírico venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, de quien llegué a memorizar una versión libre (el resumen lo hice yo con enorme osadía, qué duda cabe) de su Vuelta a la patria que, por exigencias en el colegio, tuve que recitar en la clase muerto de miedo. El llanto del profesor con mi participación me marcó definitivamente, porque supe que aquello era expresión de la interioridad del Ser y me prometí en ese mismo instante escribir algún día sobre el venerado autor: quien dicho sea de paso me llevó a conocer a Edgar Allan Poe poeta, antes que como cuentista (que muchos años después pude trajinar en mis talleres literarios), con su preciosa versión de El cuervo.
La edad era propicia además para los versos de amor e intenté memorizar poemas y el intento fue fallido, mi cabeza no daba para tanto. Me llevaba para arriba y para abajo un tomo con lo mejor de Neruda (de allí me quedó la manía de llevar un libro bajo del brazo), y en vano hacía el esfuerzo por memorizar El nuevo soneto a Helena y sólo llegaba a esbozar con enorme temor y voz engolada, a la usanza de la época: “Cuando estés vieja, niña (Ronsard ya te lo dijo) / te acordarás de aquellos versos que yo decía. / Tendrás los senos tristes de amamantar tus hijos, / los últimos retoños de tu vida vacía.” ¡Dios, aquello me estremecía!, casi entraba en llanto, quería escribir así de bonito y este anhelo me empujaba a leer poesía hasta muy entrada la madrugada. Claro, había palabras que no entendía, era apenas un muchacho, y agarraba un lápiz y las anotaba en un cuaderno para buscarlas en el diccionario y me ejercitaba en el afán por incorporarlas en mi habla, para lucirme, para romper con mi timidez, que me bloqueaba y me impedía saludar a la chica que me gustaba.
Los años pasaron y seguí leyendo poesía, cayeron en mis manos obras de grandes poetas clásicos. Leí con dificultad y asombro a Góngora, a Calderón de la Barca, a Garcilaso de la Vega, a Andrés Bello. Fueron los tiempos además de lecturas dispersas de Rafael Alberti, García Lorca, Machado y León Felipe, cuyas obras, por cierto, tiempo después cayeron en mis manos porque un amigo me las prestó y como rompimos abruptamente aquella relación, esos pequeños tomos quedaron en mi poder hasta el presente: El payaso de las bofetadas y el pescador de caña, El ciervo y otros poemas y Versos del merólico o del sacamuelas, todos deliciosos que he releído hasta el cansancio. El día que murió el examigo quise devolver las obras a sus familiares y me echaron del velorio: di media vuelta y retorné a mi casa con los libros bajo el brazo y el espíritu herido.
Un buen día cayó en mis manos Libertad bajo palabra de Octavio Paz, y me deslumbré. No en vano, nos dice el editor, que la edición del libro se fue macerando durante más de cincuenta años, aunque bajo este título se reúnen así “varios textos publicados a lo largo de la vida del poeta.” Cómo no caer rendido ante esto, tomado de Bajo tu clara sombra: “Toca tu desnudez en el agua, / desnúdate de ti, llueve en ti misma, / mira tus piernas como dos arroyos, / mira tu cuerpo como un largo río, / son dos islas gemelas tus dos pechos, / en la noche tu sexo es una estrella, / alba, luz rosa entre dos mundos ciegos, / mar profundo que duerme entre dos mares.” Después llegó a mi vida Piedra de sol, del mismo Paz, y es, qué duda cabe, una cima dentro de su obra poética: “un sauce de cristal, /un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un caminar de río que se curva, /avanza, retrocede, / da un rodeo / y llega siempre:…”
¡Ay, y llegó Borges!, el inefable Borges, con su poesía magnífica. De hecho, él se reconocía más como poeta que como narrador, pero los retruécanos de la vida lo llevaron a consagrarse como cuentista y su poesía ha quedado un tanto relegada a un segundo o tercer plano; incluso luego de sus ensayos. “Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta / ni la costumbre de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña. / ni la sucesión de tu vida asumiendo palabras o silencios / serán favor tan misterioso / como mirar tu sueño implicado / en la vigilia de mis brazos.”, nos dice Borges con pasión en su “Amorosa anticipación” de la Luna de enfrente.
Llegó Juan Liscano y su lírica incluida en Obra poética completa (1939-1999), Eugenio Montejo y su Alfabeto del mundo, Andrés Eloy Blanco en su cálida sencillez, y José Ramón Medina y sus espléndidos poemas seleccionados en Alquimia de los espejos. ¿Cómo resistirse ante este fragmento tomado de “A la sombra de los días”?: “Casi ciego. La tarde / amuralla el sonido / de antiguas puertas. Cierra / el corazón sus ojos / de fresca resonancia. / Y apenas queda el tibio / resplandor. / ¡Qué callado / el mundo crece dentro!”.
No puedo dejar a nuestro “Premio Cervantes 2022” Rafael Cadenas, a quien he leído en su Obra entera. A mis amigas y sutiles poetas Mireya Kríspin, María Luisa Lázaro y Marisol Marrero, a Lubio Cardozo, a Hildebrando Rodríguez, a Eleazar Ontiveros Paolini y a tantos otros cuyas obras me han dado gozo en medio de las vicisitudes. Ese niño tímido que fui se atrevió de grande a escribir poesía: Corriente profunda, Manual del vencedor, Lumen El fuego Interior, Poética del Ser y la Nada y Los adioses. Los tres últimos a la espera de un mecenas o de un editor.
rigilo99@gmail.com
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