22 de noviembre de 2024 12:56 AM

Ricardo Gil Otaiza: Lección de Física

No era este el tema del que me disponía a escribir, pero siempre he pensado que los temas, al igual que los libros, nos escogen, y no al revés. Leo desde comienzos de este año la obra del gran Milan Kundera y, por nefastos artilugios del destino, y en pleno maratón de lectura, muere el autor checo a la edad de 94 años. Hace un par de días que disfruto de su novela La ignorancia, que nos habla del quiebre de la emigración, y como un destello, muy nítido, por cierto, me llegó el recuerdo de mi viejo profesor de Física 10 en la universidad, quien emigró de Colombia a Venezuela y mucho tiempo después a los Estados Unidos, en donde creo que vive aún y trabaja en una reconocida universidad de ese país. Debe ser ya un hombre muy mayor.

Pero, no es precisamente de la emigración de lo que deseo hablarles hoy, sino de una lección que aquel profesor nos dio, y que recuerdo con gran nitidez porque a mí me marcó para siempre. Y para colmo de tanta digresión, y espero que me sepan disculpar, no fue una lección de Física la que recibí aquella mañana, cerca del mediodía, en un Auditorio C de la Facultad de Medicina de la Universidad de Los Andes a reventar, con un calor sofocante, con el aturdimiento del equipo de sonido del que tenían que echar mano los profesores, para que los cientos de estudiantes de las diversas carreras del área de las Ciencias de la Salud (y en plena efervescencia hormonal de las edades tempranas), calculáramos, en medio de las risas y la juerga, a qué velocidad los móviles chocan con objetos contundentes ubicados a una determinada distancia.

No daré el nombre del profesor, pero sí les diré que no se conformaba con impartir la asignatura, que en lo particular a mí me costaba un montón, sino que aprovechaba los pequeños espacios que quedaban antes de culminar las dos horas que nos dictaba en seguidilla, para hablarnos de cuestiones de la vida, nos aconsejaba, disertaba del futuro del país y a veces recibía las pitas cuando, en medio del discurso, arrobado por la emoción, se olvidaba que estaba en una universidad venezolana y cerraba sus palabras con la socorrida frase: “para el bien del pueblo colombiano”. Créanme, que recuerdo aquello y no puedo dejar de reírme como entonces, porque no ocultaré que yo formaba parte del coro que pitaba, y no porque me importara que confundiera a Venezuela con Colombia, eso era lo de menos, sino por el hecho de sentirme parte del momento, por el disfrute y la adrenalina que todo aquello implicaba; porque era joven y me sentía dueño del mundo.

En cada clase, el profesor de Física llevaba dos complejos problemas para que los resolviéramos entre todos, y él se encargaba (como siempre) de explicarlos paso a paso en el pizarrón. Nuestra tarea era de orden fáctico: darle al profesor las cantidades resultantes de las operaciones aritméticas que se requerían para resolverlos. Eran tan enrevesados los ejercicios, que prácticamente se llevaban las dos horas de la clase: lo que a veces se transformaba en una verdadera odisea, porque irremediablemente surgían las dudas y el profesor debía detenerse para aclararlas. A un cuarto para las doce del mediodía, con la cabeza embotada de tantos números, el profesor daba por concluida la jornada, y salíamos pitando del auditorio como potros desbocados, en medio de risotadas o de caras largas por el cansancio mental y del hambre, que a esa hora se sentía con verdadera furia.

En la clase siguiente, el profesor tomó el micrófono, nos saludó con la cordialidad de siempre, y acto seguido nos dijo que buscáramos el segundo problema que habíamos resuelto en la clase anterior. De inmediato, sólo se escuchó en aquel magnífico auditorio el crujir del papel de las libretas y la algarabía de todos. Cuando el profesor se cercioró de que estábamos ante el ejercicio, nos dijo con voz fuerte y segura, amén de su pronunciado acento colombiano: “Táchenlo, está mal, tenemos que resolverlo de nuevo”. Sin pensarlo, los alumnos empezamos a pitarlo y a abuchearlo. Sin inmutarse, ni perder la calma, el profesor tomó de nuevo el micrófono y nos dijo lo siguiente: “¿Qué prefieren? ¿Que me quede callado y no reconozca mi error, y que ustedes tengan un ejercicio mal hecho, o que lo diga, volvamos al problema y lo resolvamos correctamente?” El silencio en aquel inmenso auditorio fue estremecedor.

Debo confesar, que se me hizo un nudo en la garganta (el mismo que tengo ahora al recordarlo), y me sentí avergonzado por haberme sumado a la pita y al abucheo. Con prestancia y suma dignidad el profesor fue hasta el pizarrón, y paso a paso resolvió el intrincado problema, y nos hizo ver con claridad (y espíritu crítico) en dónde había estado su error de entonces. Créanme, esta ha sido una de las más importantes lecciones de humildad y de honestidad académica e intelectual que he aprendido en mi vida y, sin saberlo en aquel momento, este aprendizaje me serviría de mucho años después, cuando yo mismo llegué a ser profesor universitario. Aprendí, en aquella ya remota clase de Física 10, que los profesores somos humanos y que nos podemos equivocar; que nadie es dueño de la verdad. Aprendí que el problema en sí no está en equivocarnos, sino en nuestra incapacidad para reconocer los errores. Aprendí que la admiración por alguien nace del respeto, y que el respeto se gana, no se impone, y permanece incólume hasta el final.

rigilo99@gmail.com

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