Carlos Alberto Montaner
En Estados Unidos no hay nada más caro que la atención médica. Conozco a un español que un primero de enero advirtió que su “uñero” no se le curaba por medios caseros. Lo de siempre: hinchazón y dolorosos latidos. Tenía la pésima y antihigiénica costumbre de morderse las uñas cuando estaba nervioso y, como él mismo me dijo, “arrancarse los pellejitos”.
Estaba en Los Ángeles. Se fue al servicio de urgencia de un hospital. Le vieron el dedo índice de la mano derecha, le pincharon el absceso para que drenara el pus, le recetaron un antibiótico que le costó 98 dólares y le entregaron una cuenta de 2.927 dólares. Se quedó lívido.
El médico lo había atendido durante 19 minutos, aunque tuvo que esperar, pacientemente, cuatro horas hasta que le llegara su turno. “¡Hostias –me dijo- 154 dólares por minuto! La medicina es un atraco en Estados Unidos”.
No exactamente. Donald Trump, cuando ocupaba la Casa Blanca, a principios del año pasado tuvo la magnífica iniciativa de contratar cientos de millones de vacunas a varios laboratorios. Esa fue su mejor decisión en los cuatro años que se pasó en Washington. Parece que el Dr. Fauci, hoy su enemigo, acabó convenciéndolo de que la solución estaba en las vacunas. Era un disparate colosal continuar recomendando la Hidroxicloroquina o, mucho peor, la lejía intravenosa.
El presidente Joe Biden va complementando el trabajo de su antecesor. Casi ha logrado triplicar el número de personas que están siendo inoculadas con las vacunas. Ya llevan 2,8 millones al día. A finales del mes próximo llegarán, suponen, a 3,5. La factura que tendrá que pagar el gobierno federal será de aproximadamente 10.000 millones de dólares. No es demasiado si se tiene en cuenta la necesidad que tiene el país de normalizar su vida. En una nación cuyo presupuesto militar, en tiempo de paz, es de 716.000 millones de dólares, pagar 10 millardos (billions o billones en inglés) es una bicoca.
Por esa suma, Washington ha logrado varias vacunas extraordinarias en un tiempo récord: la de Pfizer-BioNTech, la Moderna, la Johnson & Johnson, la AstraZeneca (vinculada a la Universidad de Oxford en Inglaterra) y la Novavax. Pero, lo que es aún más importante, se ha desarrollado un clima de colaboración y de competencia muy sano para la industria de los fármacos.
Al menos cuatro medicamentos están a punto de salvar miles de vidas de acuerdo con un informe de la BBC: un suero desarrollado en Brasil con anticuerpos que impiden que el covid-19 afecte los pulmones; Pfizer anunció hace unos días que está probando un poderoso antiviral; la multinacional Roche, franco-suiza, está creando unos “cócteles” de anticuerpos monoclonales que reducen las muertes en 70% de los enfermos de covid-19; y, por último, recientemente, las empresas farmacéuticas MSD y Ridgeback anunciaron el lanzamiento de otro potente antiviral que liquida sustancialmente la carga vírica que afecta a los pacientes del coronavirus.
Todos esos medicamentos difícilmente hubieran surgido sin la pandemia y seguramente tienen otros usos importantes. Cuesta, aproximadamente, 2.600 millones de dólares crear una medicina hasta colocarla a la disposición de los pacientes que la necesitan por medio de las recetas de los médicos. A esa sangría de plata hay que agregarle otros 300 millones de costos de “posproducción”. Grosso modo, esos 3.000 millones de dólares son los que cuestan los éxitos, pero solo llegan a puerto 12% de los “remedios” que inician los trámites. Saco esos pavorosos datos del Tufts Center for the Study of Drug Development publicadosen el Journal of Health Economics.
No hay la menor duda. La pandemia, que tanta sangre, sudor y lágrimas ha costado, ha servido para revitalizar el mundillo científico. Hoy se habla de vacunas contra el cáncer y contra las enfermedades degenerativas del sistema nervioso, como el Alzheimer o el Parkinson. Ojalá que pronto se materialicen. Los enfermos las están pidiendo a gritos.