Ricardo Gil Otaiza: ¿Las obras o sus autores?

No suelo titular mis trabajos entre signos de interrogación. Es más, lo considero desatinado e impropio, pero no hallo otra manera de darle corazón y espíritu a un texto, que busca indagar en la raíz del hecho literario: los libros y sus creadores. En realidad, lo que nos interesa, o lo que nos debería interesar como lectores de literatura (o espectadores de las artes), son las obras per se, que por vicios de la razón solemos asociar con sus artífices, pero lo que buscamos en esencia es el disfrute estético, el que se nos cuenten hechos que nos hagan vivir mundos paralelos, que nos saquen de nuestra realidad (a veces chata y monótona), así como perdernos por los recónditos territorios de la fantasía y del ensueño.

La figura del creador es, qué duda cabe, valor agregado, y nos interesa mucho, pero he aquí el meollo de lo que intento decir, ya que a veces nos dejamos llevar por ella, con todos sus matices, sus gracias y debilidades, brillos y opacidades, y caemos en un oscuro espacio en el que la biografía de ese hombre o de esa mujer, interviene en su propia obra: se apodera de ella, la fagocita, la desnaturaliza y nos hace perder la dimensión del hecho literario y estético. Al ponernos los lentes de la atracción o de la repulsa, que sentimos por un determinado autor, se desdibuja el panorama y nos lleva por inhóspitos senderos, hasta hacernos perder la noción de lo que verdaderamente nos interesa: el disfrute de la obra.

Nos movemos por emociones, y nadie, por muy frío y calculador que sea, escapa a este derrotero. Si el autor nos cae bien y somos aquiescentes a su pensamiento y actuación, lo más seguro es que nos sintamos impelidos a disfrutar con gusto de su obra, enceguecidos y obnubilados como estamos por sus cualidades y virtudes. Si, por el contrario, reconocemos en un determinado autor el prototipo del patán, del engreído y soberbio, ya, de entrada, rechazamos todo lo que salga de sus manos, por la animadversión que le profesamos en nuestra interioridad. Esto es sin duda un complejo fenómeno psicológico, que nos hace perder la objetividad, al no poder discernir el valor de una obra, independientemente de la imagen que tengamos de su hacedor.

El separar la paja del trigo debería ser una cualidad arraigada en nosotros, y nos ahorraría sinsabores y sufrimientos, créanmelo, ya que no iríamos por la vida descalificando a diestra y siniestra las obras, por la sencilla y a la vez compleja razón, que sus autores nos caen como una bala. Si como reseñista y crítico literario yo no me hubiera deslastrado de este pesado fardo, pues sencillamente me hubiera perdido de verdaderas obras maestras, al no comulgar con la personalidad ni con las actuaciones de sus autores. O hubiera halagado a una obra francamente mala, llevado inconscientemente por la simpatía hacia su creador. Hace ya mucho tiempo entendí, por fortuna, que una cosa son los autores y otra muy distinta son sus obras.

Los autores, como humanos que son, dicen y se desdicen, enarbolan teorías, y luego, muchas veces, y con el paso del tiempo, ellos mismos se encargan de tirarlas por el suelo. Ya he mencionado acá el emblemático caso de mi admirado Mario Vargas Llosa, quien, en un libro muy comentado en su tiempo por la crítica, titulado La civilización del espectáculo (2012), se refirió a la banalización que en nuestros días se da en el orden de las artes y la literatura. Tres años después, quien todo esto dijo, con inusitada fuerza, cayó en su propia trampa, ya que al emparejarse con la diva Isabel Preysler, se convirtió en la imagen favorita de la prensa rosa de España. ¿Y él? Feliz.

Recientemente, el mismo Vargas Llosa se contradijo en un postulado que expuso en su libro La verdad de las mentiras (2002), cuando expresó: “En efecto, las novelas mienten –no pueden hacer otra cosa– pero ésa es sólo una parte de la historia. La otras es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad…”. Y traigo esto a colación, a raíz de la publicación del libro Los genios, de Jaime Byly, que tiene como eje central el puñetazo que le propinó Vargas Llosa a García Márquez en el lejano 1976, en un cine de Ciudad de México. Cuando la prensa le preguntó a don Mario cuál era su opinión acerca de la novela de (su ahora enemigo) Bayly, no halló otra respuesta para “descalificarla”, que alegar el eje de su propia teoría: se trata de mentiras.

Casos como estos requieren, qué duda cabe, de un profundo análisis, y su actuación, incongruente por donde se la mire, no debería incidir en la apreciación que tenemos sobre su obra literaria. Una cosa es la vida personal del escritor hispano-peruano, y otra su obra, así se hallen en la misma claros elementos autobiográficos, porque al ser llevados a las páginas de una novela, se convierten automáticamente en ficción.

Ni qué decir si contrastamos la vida de grandes autores y sus obras. En lo particular, si no supiera deslindar vida y obra, pues no podría leer las novelas de García Márquez, ni las de José Saramago, ni los poemas de Pablo Neruda, ni los cuentos de Augusto Monterroso, por nombrar sólo a algunos de los más reconocidos, por la molestia que me causa el apoyo que le dieron al marxismo-leninismo y a los regímenes comunistas del orbe, en franca contradicción con sus vidas ancladas al más tradicional de los capitalismos. Así es la naturaleza humana: ambigua y contradictoria.

rigilo99@gmail.com

Síguenos en TelegramInstagram y X para recibir en directo todas nuestras actualizaciones

Share this post:

Noticias Recientes

El Espectador de Caracas, Noticias, política, Sucesos en Venezuela