Confieso que el título de la columna coincide con el de un libro de Mario Vargas Llosa (que he leído mil veces), pero no les hablaré de él, el autor ya no lo necesita, llegó a donde quería llegar y no le hace falta mi humilde apoyo. Lo que me hace recordar una anécdota que me sucedió con Delia Picón-Salas de Morles, hija única de don Mariano Picón Salas: gran escritor venezolano. Ella y su esposo eran mis amigos y de vez en cuando nos comunicábamos vía telefónica, porque si mal no recuerdo, para entonces todavía no se había inventado esa maravilla llamada WhatsApp. Una noche, de esas plagadas de ideas y de insomnio, se me ocurrió escribir una entrevista ficticia a don Mariano y las respuestas lógicamente las tomaría de su propia obra: la idea era hacer un pequeño homenaje a un autor entrañable y muy querido, cuya obra ha formado parte de mi educación literaria. El texto lo enviaría a Verbigracia: un encartado literario de El Universal; y créanme que me hacía mucha ilusión.
Por tontería de mi parte, o tal vez queriendo halagar a Delia a quien le tenía un enorme afecto, al igual que a su esposo, don Alfredo Morles, a quien tuve el honor de recibir como Miembro Correspondiente Nacional de la Academia de Mérida, siendo yo su presidente, se me ocurrió llamarla para informárselo, pensando que ella lo tomaría con alegría y entusiasmo, tratándose de su padre, a quien adoraba y ya para entonces preparaba la edición de sus Obras Selectas que saldrían en el 2008, en coedición entre Reaseguros C.A. y la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas. Este magnífico tomo, por cierto, es una reimpresión de la segunda edición de 1962 (corregida y aumentada por el propio don Mariano). Tiempo después, ella publicó los textos que su padre no seleccionó, me imagino que por considerarlos inmaduros o indignos de su propia obra, y que su hija decidió darlos a conocer por razones obvias: que no cayeran en el olvido y no se perdieran en la maraña de papeles sueltos, que suele ser lo cotidiano en la biblioteca de un autor. Lo cierto fue que la llamé y nos saludamos cordialmente como solía ser siempre, y le comenté con entusiasmo lo que había preparado para la prensa nacional, a lo que ella respondió: “No, querido Ricardo, ya mi padre no necesita nada de eso”.
Admito que su respuesta me dolió, la sentí como una bofetada inmerecida, tal vez ella pensó que yo quería ganar indulgencia con escapulario ajeno. Claro, pude obviar su respuesta y enviar el texto a El Universal; total: no tenía que pedirle permiso a ella ni a nadie, como escritor tengo plena libertad de recrear, de inventar, de echar mano de la intertextualidad con mención de las fuentes, y asunto zanjado, pero el dardo me llegó hondo, y el texto se quedó impreso sobre mi escritorio y en el trasteo propio de la vida, le perdí el rastro y solo hay el amargo sabor de una respuesta, que de alguna manera resquebrajó nuestra relación: o por coincidencias de la complejidad del existir (ajenas a nuestras intenciones), lo que era una interacción permanente, se fue enfriando hasta el final. Posteriormente, cuando ella ya había fallecido, tuve la fortuna de estrechar los lazos con ese gran caballero que fue don Alfredo Morles, a quien quise mucho, y él a mí, y la vieja herida sanó, pero quedó una huella que hoy pretendo exorcizar con esta pequeña historia.
Tal vez, doña Delia, como solía llamarla por respeto, en aquel momento no cayó en la cuenta de que la verdad de las mentiras de la literatura, nos enriquecen, nos llevan más allá de las circunstancias presentes, y hacen de nosotros seres ganados al portento y a la magia. La verdad de aquel texto ya sepultado en el tiempo, era a su vez una mentira: el artefacto literario, es decir, mera ficción, que buscaba resucitar en el lector la voz y la mente lúcida de uno de nuestros mejores literatos de todos los tiempos: yo fungía de entrevistador en el acá y él desde un más allá respondería con su propia obra. La entrevista es un género literario per se (Monterroso al respecto, solía declarar, con razón o sin ella, que la entrevista era el único género literario creado en nuestro tiempo), que colinda con otra área no menos importante, como lo es el periodismo. Ahora bien, sus fronteras se difuminan solo en la intención: mientras que la literatura busca recrear, el periodismo busca informar. Si bien ambas nociones son comunicación en el sentido lato del vocablo, la primera se funde en el desvarío propio de la ficción, en la que tiene cabida lo real y lo inventado por la cabeza calenturienta de un escritor, y en la segunda: se echa de menos la objetividad (que no siempre se alcanza por cuestiones que no vienen al caso mencionar, pero que es su razón de ser).
Hoy, después de muchos años, me digo, no sin culpa, que no debí llamarla. A lo mejor (pienso), hubo atisbos (o ríos) de vanidad de mi parte, al pretender hacer partícipe de una travesura literaria, nada más y nada menos que a la “heredera” de la obra de una luminaria de las letras. Qué sé yo: a lo mejor pasó por su cabeza la interrogante: ¿qué hace este imberbe hurgando en las cosas de mi padre? Sí y no, medito hoy: cuando la obra sale de las manos de su creador, ya no le pertenece, es de todos y es de nadie. Por supuesto, no me iba a lucrar, lo que me pagaban por esos trabajos era algo simbólico, pero la ilusión muy grande.
rigilo99@gmail.com
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