Hay un pensamiento del gran escritor argentino Ernesto Sabato, parafraseado por Augusto Monterroso en su libro La letra e, que cada vez que lo leo me estremece: “…el hombre podrá salvarse únicamente a través del arte, que conjunta saber y magia, lógica y sueños, razón y pasión.” Y lo expresó en un contexto en el que se dirimía o sopesaba la ciencia en contraposición al arte, y no porque fuera su enemigo (recordemos que Sabato era físico de profesión), sino porque veía en la adoración por la ciencia un escollo insalvable. Ni más ni menos que la eterna dicotomía entre las ciencias y humanidades: que ha sido durante siglos un terreno farragoso desde el ámbito de la filosofía (y ni decir de las religiones).
Y me estremece, porque siempre he sido fiel creyente del poder del arte en la vida de la gente, y de su capacidad de transformar el interior nuestro y hacerse realidad en auténticos portentos: que nos invisten de humanidad, nos hacen mejores personas, y ahondan en donde la ciencia es incapaz de llegar: la esencia del Ser. Y aquí no discrimino en categorías ni en preferencias (la literatura en mi caso), sino que, todo ese amplio espectro de posibilidades del arte es para mí la suma sinérgica de lo mejor que tenemos: que brota de lo profundo, que libera cargas y emociones al ponernos en contacto con la sensibilidad y el mundo de lo inasible.
No se trata aquí de la pieza escultórica o de la tela en sí mismas, ni del texto y su género per se, y mucho menos de su valor crematístico en el mercado, sino de lo que deriva de nuestro contacto con ellos: lo que tocan en nuestros sentidos, lo que nos transmiten, lo que auscultan en nuestro corazón dándonos un giro que ni nosotros mismos podemos explicar, porque sencillamente no contamos en ninguna lengua con los vocablos necesarios y precisos para expresar a plenitud el sentir frente al arte, solo quien lo percibe sabe lo que hay dentro de sí. Intentemos, pues, una mera aproximación: el erizamiento de la piel, el zumbido auditivo, el centelleo de las formas visuales, el frío que recorre la espalda que nos lleva a estremecernos, el fuerte latir del corazón, el gozo que de pronto nos habita y se asemeja a la felicidad, el llanto propio de la alegría, la perturbación total de la noción del “ahora”, como si se hubieran fundido dentro inauditas dimensiones sin rostro que nos llevan a estadios insospechados de sutil desvarío.
El arte nos salva de los otros y de la realidad, de las duras circunstancias del vivir y de los altibajos propios de la existencia, pero lo más importante es que nos salva de nosotros mismos: de las penas ocultas, de la incertidumbre de cara al presente y al porvenir, de las inseguridades que nos habitan desde tiempos atávicos, de la soledad y sus fantasmas, y de la única certeza que nos repiquetea como un cincel: la de la muerte en un tiempo que ignoramos, pero que como espada de Damocles pende sobre nuestras cabezas y, si bien, no escapamos a ella, el arte nos ayuda a una vida más rica y plena, más honda y satisfactoria.
El saber y la magia no se oponen, todo lo contrario, se complementan de manera perfecta y articulan una amalgama que busca entender y explicar la realidad desde el intelecto, pero sin que ello implique apagar ese fuego, esa llama interior que nos habita y que nos hace transformar un sencillo material o algo inasible (un sueño, un delirio, una voz, la lluvia o un arcoíris) en obra de arte: una frase o una mirada o el eterno fluir de un río, en un poema o en una canción; un pequeño roce de manos o los ojos inocentes de un animal, en un relato o en una espléndida novela; un sutil beso, en un extraordinario film; el mecerse de las copas de los árboles o el vuelo de un ave, en el ritmo acompasado y perfecto de una sinfonía; porque la magia está presente en todo, solo falta descubrirla en nuestro interior.
La razón y la pasión de la que nos habla el gran Ernesto Sabato, es la congruencia entre lo que pensamos y sentimos: esa fuerza avasalladora que nos impulsa a desarrollar un algo desde las artes, que para los demás pudiera no tener valor, pero que para nosotros es significativo: nos emplaza a seguir adelante, nos empuja en medio de la fatiga, nos llena de sueños y anhelos en donde hay desesperanza, redescubre dentro aquello que ilumina nuestro rostro y los días, y hace de la grisura de la realidad todo un espectro de posibilidades: redimensionan las interrogantes existenciales y nos dan respuestas en medio de la oscuridad de nuestra propia ceguera cognitiva y espiritual.
Sí tenemos salvación: el arte no sabe de guerras ni de odios tribales, su lenguaje es universal y emerge en medio de lo impredecible y de lo oculto, y es allí cuando ocurre el milagro: se deshacen los avatares y entuertos de cada uno de nuestros pasos por la Tierra, y se tuerce la realidad: el apretón de manos y el abrazo sincero entre artistas rivales; el reconocer sin mezquindad el valor del otro; el acercarse a una obra con ojos abiertos para apreciar la belleza en medio de las diferencias estéticas; el arte escénico en la dura realidad de las prisiones, o el callejero, que es de todos y es de nadie, y el canto lastimero y sin rostro que nos llega como un eco quebrado en plena madrugada. Un poema en una servilleta es a veces signo prodigioso de salvación: el dolor y la tristeza transmutados en portento y esperanza.
rigilo99@gmail.com
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