Luego de lo ocurrido el pasado 21 de noviembre, ha surgido entre opinadores y políticos una pregunta que, por errónea en su planteamiento, debe ser analizada para advertir sobre la inutilidad práctica de cualquiera sea su respuesta.
El evento del 21N arrojó simultáneamente avances y retrocesos. Se pudieron constatar algunos avances (tímidos, pero avances al fin y al cabo) en las condiciones electorales, y algunos triunfos importantes en alcaldías y gobernaciones. Al mismo tiempo, se registraron numerosos delitos electorales, abusos, y atropellos (muchos de ellos recogidos y reportados en el Informe de la Misión de Observación Electoral de la UE), el más reciente de los cuales es el caso de la elección de Barinas, donde de un plumazo se desconoció la decisión popular inhabilitando después de su triunfo al candidato electo por la población de ese estado, inventando una nueva elección al no poder ganar la que se realizó e inhabilitando también –al mejor estilo de Daniel Ortega en Nicaragua– a cuanto aspirante opositor aparezca en escena.
La recurrencia delictiva del gobierno en materia electoral, pero sobre todo este último desvergonzado comportamiento en el caso del estado Barinas, donde ya ni siquiera el cuido mínimo de las formas detiene la obscena voracidad de poder de la oligarquía, ha llevado a algunos a preguntarse si tiene sentido insistir en la vía electoral.
Por supuesto, el primer problema, si es el caso que la vía electoral está cerrada, es aclarar cuál es entonces la salida viable que permanece abierta. Esta parte de la discusión no aparece todavía en los análisis de quienes se interrogan sobre esto. Pero, más allá de eso, lo cierto es que esa pregunta sobre si seguir participando electoralmente o no es intrínsecamente equivocada.
En modelos de dominación autoritarios y fascistas como los que representa el madurismo, participar o no en un evento electoral –en otras palabras, votar o no votar– es igual de inútil si no va acompañado de un factor todavía ausente en la ecuación política de la coyuntura, que es la necesaria presión social cívica. Sin ella –esto es, sin una población organizada que haga valer sus derechos y que defienda lo que haya decidido, sea votar o no– la discusión, por inútil, carece de cualquier sentido práctico.
De hecho, la herramienta electoral es un instrumento privilegiado de la lucha democrática. Pero en regímenes autoritarios, dadas justamente las características de este tipo de modelo de explotación, ese instrumento carece de eficacia si no va acompañado del respaldo de un tejido social activo y organizado.
La oposición democrática se ha planteado desde hace años varias tácticas para alcanzar su objetivo estratégico que es derrotar a la dictadura por medios pacíficos y constitucionales, sustituyéndolo por un gobierno de unión nacional que frene la crisis estructural y reconstruya a Venezuela. Entre esas varias tácticas o modalidades de la lucha política complementarias e incluyentes (por ejemplo, la presión y la acción internacionales, la exploración de mecanismos de negociación con el enemigo, el trabajo político de socavamiento de las bases de apoyo del régimen, por mencionar solo algunas), hay una que es crucial, y sin la cual las otras pierden mucho de su eficacia política: la presión cívica interna, constitucional y democrática.
Por presión cívica interna se entiende la articulación progresiva, sistemática y constante de las acciones de protesta y de legítima exigencia de los distintos actores sociales de un país, que tiene por una parte unos niveles de organización e intercomunicación, y por la otra una direccionalidad orientada hacia los responsables de sus derechos vulnerados, lo que le permite convertirse en un instrumento social de poderosa eficacia política.
Hemos señalado en otras oportunidades que la presión cívica interna es distinta a la conflictividad social, entendida esta última como un indicador de las protestas sociales, conflictos, tensiones y luchas populares de un país. La conflictividad social, aunque sus causas suelen ser identificadas y reconocidas, puede ser de expresión espontánea, desagregada, sin orden, articulación ni direccionalidad. La presión cívica interna no. De hecho, puede haber mucha conflictividad social sin que ella necesariamente ni se convierta en presión cívica interna ni tenga la eficacia y direccionalidad para representar un peligro para la dictadura. Y este es precisamente el eslabón que ha faltado en el engranaje de las fuerzas democráticas que se oponen a la dictadura.
Por supuesto, la construcción progresiva de presión cívica interna es compleja, de bajo perfil y cargada de sacrificios y dificultades. Quizás por ello, y más allá de las limitaciones y obstáculos que el gobierno constantemente le impone sabiendo su enorme poder de transformación y cambio, con frecuencia se prefiere explorar otras formas de lucha menos trabajosas y difíciles. Ciertamente no es una labor para nada fácil ni rápida, pero es una tarea ineludible.
Es por ello que si hay algo que debería estar preocupando hoy a toda nuestra dirigencia democrática política y social es cómo aprovechar el más de un centenar de poderes locales obtenidos el 21N para, al lado de contribuir con sus gobernadores, alcaldes y concejales a tener la mejor gestión posible en su trabajo de defender al pueblo, invitarlos y ayudarles a convertirse en epicentros concretos de organización y construcción de presión cívica en sus respectivas circunscripciones.
Este trabajo supone un acompañamiento popular activo que se inicia con la solidaridad y ayuda a la población económicamente más vulnerable, pero también estimulando formas de organización políticas (las que existan y las que haya que crear), y acompañando físicamente a quienes legítimamente protestan hoy en cada una de las regiones del país. La gente sigue saliendo espontáneamente a protestar por falta de alimentos, por la precariedad de los servicios públicos y por lo indigno de sus condiciones de vida, y pocos los estamos acompañando en sus luchas, y no hay una orientación de cómo conducirlas.
En cada uno de los barrios y comunidades de las circunscripciones hoy bajo la responsabilidad de dirigentes democráticos, es necesario y urgente el trabajo de identificar e inventariar tanto las estructuras de organización sociales y políticas locales como de sus líderes naturales, reforzar las que ya existen y crear nuevas donde no las haya. Los gobernadores, alcaldes y concejales electos, pero también la militancia de los partidos políticos en esas localidades, deben asumir la tarea prioritaria de convertirse y ser percibidos como uno más del pueblo en la lucha por sus derechos conculcados, primer paso para transformarse en agentes activos y creíbles de la organización de presión cívica interna, que es la pieza clave para la eficacia política de los esfuerzos de transformación democrática del país.
De nuevo, la pregunta que deberíamos estar todos haciéndonos hoy no es si seguir votando o dejar de hacerlo, si la salida electoral está cerrada o todavía abierta, o si hay que embarcarse o no en un eventual revocatorio.Creo que esas son preguntas equivocadas o en el mejor de los casos extemporáneas, porque en ausencia de una constatable presión social cívica que acompañe la decisión que se tome, cualquier respuesta a ellas termina siendo inútil por carecer de posibilidad de incidencia real.
La pregunta importante, si en serio se quiere avanzar hacia la liberación democrática de Venezuela y no simplemente quedarse haciendo oposición, es cómo logramos desarrollar progresivamente la herramienta que falta para que el engranaje del cambio alcance el objetivo que la mayoría del país reclama y necesita.