La extrema conflictividad que ha envuelto al país los últimos veinticinco años se ha convertido en uno de los vehículos del atraso que en materia política y económica padecemos los venezolanos. Ese clima de confrontación ha ido adquiriendo permanencia. Cada día se arraiga más esa conducta que dificulta y aleja el normal funcionamiento de las instituciones, la economía, la integración social y la calidad de vida.
La cultura del conflicto es un sistema complejo que se fortalece con cada acción, separando más a las partes, ahondando diferencias, captando seguidores para cada extremo, intensificando las hostilidades y sembrando la idea según la cual la única salida es el exterminio del contrario. Liderazgos se fortalecen al calor de esos valores. Arremeter contra el supuesto o real adversario, disminuirlo a su mínima expresión, someterlo hasta la humillación y el escarnio levantan la admiración y el aplauso de masas que han sido educadas en la épica de la enemistad y el odio, en negar todo aquello distinto de las ideas y conducta propia. La segregación es el lenguaje de ese tipo de sociedades. Acercarse al otro, conciliar, acordarse, integrarse en acciones comunes, son conductas severamente sancionadas, que generan rechazo en sociedades donde ha ido ganando terreno la tesis de la uniformidad social que convoca a pensar y actuar igual. La diversidad es mal vista, es reprobable, llega a ser delito. La libertad no existe, la sepultan a diario, aunque dicen defenderla.
A cada paso nos encontramos con expresiones de ese endiosamiento del conflicto. Agresiones tenidas como buenas porque se le hace la vida imposible al enemigo político, lo que a la vez eleva el reconocimiento y los méritos en el grupo de pertenencia. Es así como el preso político se considera un triunfo que llega a ser un trofeo. Es el preso de alguien que sintió ofendida su autoridad o su espacio. Así tenemos presos a dirigentes sindicales que reclamaban salarios dignos o beneficios pautados en un contrato, que ponen en evidencia a “altos gerentes” que no fueron capaces de resolver el reclamo, pero que tienen poder para encarcelar a quienes denuncian su incumplimiento o su incapacidad. Así puede estar preso quien denuncie la existencia de grupos irregulares en territorio nacional, lo que algunos de los aludidos consideran inaceptable y reclaman al poder muestras de autoridad y lealtad. O puede perderse la concesión de una radio por haber transmitido reclamos u opiniones que algún subalterno deseoso de reconocimiento consideró ofensivos hacia los jefes. Cualquiera puede pasar por uno de esos trances. Desde el otro extremo se auspicia la provocación a quienes están en el poder. Movimientos de desestabilización se convierten en ritos de iniciación para quienes quieren demostrar que están resueltos a acabar con el contrario poderoso y a ascender rápido en las filas contestarias. Guarimbas, “salidas” y golpes de Estado proliferaron en ese sentido. El reconocimiento a sus promotores fue inmediato, “ascendieron” en su status de opositor. La violencia se convirtió en herramienta de supuestos y autodenominados demócratas. Esas acciones, al fracasar, fueron reemplazadas por la estrategia del agravamiento de la crisis: asfixiar al país prohibiendo la compra del petróleo venezolano. No importa la ruina de todos si con ello se anula la capacidad de decidir y se debilita al enemigo.
Cualquier distensión, de lado y lado, es entendida como debilidad y el señalamiento de esa mácula es causal de rebaja en la cadena de mando, de pérdida de jerarquía. Son mecanismos vulgares, pero eficientes de manipulación. Así se mantiene la confrontación extrema, cada uno ha de ser más agresivo e inclemente con el adversario si quiere mantenerse vigente en su propio grupo. Y desde la misma oposición, frente desde donde se ha denunciado y protestado la violación de derechos humanos y el encogimiento de los derechos políticos de los ciudadanos, se promueven diligencias diversas para inhabilitar a dirigentes, a partidos, a candidatos. La guerra es de todos contra todos. La cultura de la confrontación no tiene límites. Es una epidemia de maldad desatada. Lo hacen con pasión, el morbo es notorio. Son los héroes del conflicto perpetuo.
Seguiremos reclamando liberación de los presos políticos y luchando contra la institucionalización de ese cáncer de la venganza que otros tienen por normal porque, en fin, son sus enemigos. Seguiremos reclamando el cese del criminal bloqueo económico contra Venezuela, aunque otros lo apoyan por ser una acción de potencias extranjeras que los financian y apoyan políticamente en la reducción de sus adversarios. Seguiremos trabajando por el diálogo, entendimiento, acuerdos y reconciliación, a diferencia de los comprometidos con la guerra a muerte, con una torre de Babel a la venezolana, donde nadie se entienda y tengan vigencia el conflicto y el odio que proclaman. Como todo vale en ese mundo de retaliaciones y oportunismo, ahora algunos buscan y tramitan inhabilitación, bien para partidos, bien para dirigentes o candidatos a algo. Que no haya competidores, ni de aquí, ni de allá.
Seguiremos levantando banderas, trabajando por una plataforma programática, por el cambio verdadero, mientras otros se deleitan en la intriga, la insidia, el rumor y la política rastrera.
La confrontación extrema envenenó la política venezolana y el desafío va más allá de cambiar un mal gobierno. Hay que recuperar la política, enseriarla y ponerla al servicio de todos, de ideales superiores, arrebatársela a logias que luchan a muerte por hacerse de privilegios y por poner al país al servicio de sus odios y venganzas.
claudioefm@gmail.com
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