¿Ha sufrido usted alguna vez discriminación?
En este momento, en que casi siete millones de venezolanos están dispersos por el mundo, es fácil comprender lo que significa ser rechazado a causa del origen geográfico o étnico.
“Es que usted viene de un país narcotraficante”, le espetó el guardia de un aeropuerto a cierto escultor venezolano cuyo equipaje fue escrutado minuciosamente.
Un arqueo superficial en internet arroja titulares como los siguientes: “El odio hacia los migrantes venezolanos se apodera de América Latina”; “Xenofobia, el fantasma que persigue a los venezolanos”; “Amnistía Internacional alerta sobre rechazo deliberado de venezolanos en Perú”.
En paralelo, algunas naciones han establecido políticas de fronteras abiertas y se inclinan por regularizar la situación de los migrantes venezolanos, al considerarlos una fuerza laboral «calificada» (y no exclusivamente por razones humanitarias).
Argumentará el lector que pagan justos por pecadores, que el hecho de que unos pocos cometan crímenes es la raíz de la creencia de que todos los venezolanos somos indeseables, y estará en lo cierto.
Y es que esa es precisamente la noción de prejuicio: un juicio previo al contacto con la realidad, basado en la generalización.
Los intereses económicos y los métodos de control social utilizados por China hacen que su población sea percibida como fría y poco compasiva, cuando puedo dar fe de su amabilidad y cordialidad después de que mi hija viviera casi seis años en ese país.
En China los católicos son perseguidos a causa de su religión, y los chinos, a su vez, son censurados por el mundo occidental por comer perros (no así los españoles, aunque consumen 9,64 kilos de cerdo al año per cápita).
Digo que nadie como los venezolanos, expuestos a la posibilidad de que se les cierren las puertas en razón de su gentilicio, pueden comprender lo que es sufrir injustamente el rechazo de cualquier tipo.
Y es que no quepo en mí del asombro ante los sucesos que mis ojos contemplan y, como el Roquentin protagonista de La náusea, de Sartre, experimento una profunda repugnancia ante mi propia raíz de castaño.
Recuerdo cómo una compañera de oficina peruana, que hasta entonces había sido mi amiga y a quien más de una vez había comprado las chucherías que confeccionaba para sacarse un sobresueldo, comenzó repentinamente a hostigarme en las redes a causa de mi nacionalidad. ¿Le parece absurdo al lector? Tan absurdo como que una poblada enloquecida se precipitará hacia el aeropuerto de Makhachkala, en Dagestan, Rusia, para atacar a un avión procedente de Tel-Aviv, presumiendo, además, que todos sus pasajeros eran “enemigos”, en una escena que recuerda los peores pogromos acaecidos en tiempos del imperio.
¿Cómo se sentirán quienes hasta ahora eran personas “normales”, que acudían a sus trabajos (haciendo, por cierto, considerables aportes) al ser objeto de odio en razón de su origen? Tal es el caso de numerosos profesores de ascendencia judía en universidades norteamericanas.
No voy a referirme al conflicto armado, porque no creo que se trate de un asunto militar (Israel se retiró de Gaza en el 2005) y porque no creo que sea el peor de los frentes en que haya que combatir. El más importante desafío está en sobrevivir a la injustificada animadversión en cualquier lugar del planeta. Y lo que me produce una profunda decepción, lo que quebranta mi fe en la racionalidad y en la naturaleza intrínsecamente buena del ser humano, es ser testigo de cómo se mancilla el respeto a la dignidad de la persona, avasallando sus derechos, y ver cómo nuestra frustración y nuestras creencias se ceban en el más próximo (el prójimo) cualquiera que sea su origen.
linda.dambrosiom@gmail.com
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