En las casas en donde vivimos cuando era niño, siempre tuvimos un gato, a veces dos o más, y la razón era porque se trababa de casas viejas y había que ahuyentar a los ratones; ya en mi adolescencia estrenamos una, y asunto zanjado, aunque nos llevamos al gato que teníamos para entonces, y poco tiempo después murió de manera imprevista en un accidente doméstico. Igual con los perros: de niño tuvimos dos, y el segundo (un animal gigantesco llamado Fifí) mi padre tuvo que darlo en adopción porque hizo desastres en la casa: se comió las cortinas hasta donde alcanzó, trituró el botón del televisor, destruyó el canasto en donde se guardaban las verduras, y paremos de contar. Mi relación con los animales era “normal”: me atraían, pero no me fascinaban ni me quitaban el sueño, pero cuidé y alimenté un mucuchicero (raza autóctona venezolana) llamado Otelo, que no era mío, sino del cura de la iglesia en donde fungía como monaguillo, y yo era el único a quien obedecía.
Muchos años después, y recién casado, mi esposa y yo adoptamos a una cachorrita pastor alemán (que llamamos Tarly,), que habían dejado abandonada en la puerta de una panadería, y estuvo con nosotros hasta su muerte temprana (con apenas siete años), y a la que quisimos mucho. Mi esposa es amante de los animales y de la naturaleza, de ella he aprendido a disfrutar de los perros: ver en ellos a criaturas especiales, en donde no anidan sentimientos innobles; tan solo meros instintos. Su mirada es de una pureza estremecedora, y podemos establecer con ellos una conexión que va más allá de las hipótesis. Tanto es así, que ahora sé que los perros se ríen, dependiendo de su carácter, y sus ladridos es un lenguaje ininteligible para los humanos, pero si estamos en sintonía con ellos sabremos lo que nos están diciendo. Podría afirmar sin que me quede nada por dentro, que ese amor a los animales y a la naturaleza es la más grande lección de vida que he recibido, y se lo agradeceré para siempre.
Ahora bien, como todo en este mundo es un intercambio sinérgico si hay la voluntad, mi esposa recibió de mí el amor por la lectura y los libros. Cada vez que terminaba de leer un libro se lo pasaba a ella, y ha llegado a leer casi tanto como yo. Eso sí, soy un lector bibliófilo indomable y ella no, al igual que nuestras hijas: leen mucho, pero no tienen esa pasión desbordada que yo sí tengo, pero debo confesar que todas me la toleran muy bien, y hasta me la azuzan: me han enviado libros inencontrables acá, y eso dice mucho de ellas, y hasta han permitido cuestiones en casa que solo podrían ser explicables en un manicomio, porque como decimos acá: me llevan la cuerda. Aquí los libros son parte del decorado, cuando llegan visitas tengo que desocupar los sofás en donde hay libros tirados, y me permitieron que un enorme mueble de madera que podría perfectamente fungir de ceibó (o aparador), lo llenara de libros.
Debo confesar que en esta casa han vivido grandes figuras de la literatura universal, a las que hemos alimentado y cuidado y cuya salud en su momento nos puso en ascuas. Si mal no recuerdo, aquí han pernoctado por no tan largos períodos, literatos como Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Agatha Christie, Elena Poniatowska, Rosa Montero, Edgar Allan Poe y algunos otros, y lo cumbre ha sido que tanto mis chicas como yo nos sentíamos felices con ellos, aquí no había discriminación de nada: de si eran o no novelistas o cuentistas o ensayistas, o hispanoamericanos o europeos, mujeres u hombres: todos recibían el mismo cuidado y cariño. Nos daba pena, eso sí, que estuvieran tanto tiempo encerrados, ensimismados, conversando entre ellos, por supuesto, pero ajenos del resto del mundo: todas unas luminarias de belleza indescriptible. Debo reconocer que nos quedábamos muy tristes cuando se marchaban, y para no tener que estar en una noria: decidimos que cerraríamos el hospedaje cuando todos partieran, y así lo hicimos.
Sí amigos, a este nivel ha llegado la locura de ponerles a los periquitos australianos los nombres de nuestros autores favoritos: todo un suceso (la pasión de mi esposa y la mía juntas en una misma esencia corpórea), porque de pronto una de mis hijas me decía: papi, creo que Borges se siente mal, que le duele una patita, la Poniatowska bebe poca agua, Agatha está muy quieta, a la Montero le cuesta volar, Poe está algo decaído, Augusto necesita vitaminas. Y ni decir de mi esposa, que sentía remordimiento por tenerlos encerrados en dos jaulas, como si fuésemos los dueños de sus vidas: como si el ser humano tuviera el derecho a arrogarse la supremacía sobre los otros. Pero los malos tiempos llegaron cuando después de un viaje breve hallamos muerto a Borges, una mañana la Poniatowska ya no estaba en este mundo, igual nos pasó con Agatha. Poe y Monterroso fueron los que más resistieron su clave genética, pero también cayeron uno tras otro. ¿Y la Montero? Pues esa autora siendo como es, una rebelde con causa, aprovechó un descuido de mi esposa y echó a volar hacia el solar vecino, a pesar de sus dificultades con una de sus alas, y le perdimos el rastro.
Un buen día, mi esposa tomó una drástica decisión: le daría la libertad a una cotorrita llamada Dani, que chillaba como una loca. Le abrió la jaula y se echó a volar, se posó en el limonero y de allí partió a otros mundos mejores que el acotado espacio de una jaula.
rigilo99@gmail.com
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