Por Ángel Oropeza
En un reciente foro sobre las relaciones entre la sociedad civil y los partidos políticos, y preguntado sobre los pasos que hay que dar para mejorar esa relación, el padre Luis Ugalde, mi contertulio en el evento, afirmó con acierto que nuestra mayor debilidad como organizaciones políticas y sociales es creer que somos fuertes, cuando en realidad todos somos hoy débiles.
La afirmación de Ugalde puede parecer poco simpática a los oídos de algunos, pero no por ello deja de ser cierta. Los datos de opinión pública muestran una radiografía en la cual hoy las organizaciones políticas, sin excepción, se perciben disminuidas, alejadas de la gente y merecedoras de poca confianza y credibilidad. Pero esto no es exclusivo de los partidos políticos. Quizás con la sola excepción de las universidades y de la Iglesia Católica, las cuales siguen siendo las instituciones que de manera permanente generan mayor confianza en los venezolanos, muchas de las organizaciones sociales conocidas no escapan de esta situación de debilidad.
Por supuesto que para llegar a esta lamentable situación han influido factores internos a las organizaciones, como la falta de legitimación de sus dirigentes, el estéril afán protagónico de algunos personajes, la preeminencia de las agendas privadas y la insistencia en poner el centro de la acción política y social en terrenos alejados a las prioridades de la población.
Pero sería injusto dejar de lado las variables de naturaleza externa a las organizaciones. Allí se incluyen de manera determinante la acción represiva del gobierno, que ha perseguido y encarcelado a una cantidad importante de líderes políticos y sociales (muchos de ellos dirigentes de base y por tanto no muy conocidos a nivel nacional), el efecto de la migración forzosa y el impacto de la crisis humanitaria compleja, por nombrar solo las tres más importantes.
Lo cierto es que la anterior combinación de factores, más el hecho con frecuencia olvidado que en la Venezuela de nuestros días hacer política o trabajo social transformador es considerado una actividad delictiva por parte del Estado-gobierno, ha provocado que nuestras organizaciones políticas y sociales se encuentren hoy en una situación de debilidad comparativa evidente y demostrable. Pero nuestra debilidad mayor es, paradójicamente, no darnos cuenta de esa realidad.
El desconocer la propia debilidad y pensar que somos fuertes conduce a la tentación de querer imponernos sobre los demás, a creer ingenuamente que no se necesita del otro y a no aceptar cambiar nuestra forma de hacer política o de actuar. Además, quien se cree fuerte no busca encontrarse con la gente, sino que ilusoriamente aspira a que sea la gente que se acerque y le siga.
En cambio, es solo a partir del reconocimiento inteligente de nuestra actual debilidad como podemos empezar a construir un poderoso movimiento político-social que conduzca de manera efectiva y realista las tareas de la liberación democrática del país. Es en este momento cuando admitir nuestras debilidades se convierte en una de las mayores fortalezas que podemos tener. ¿Por qué?
Porque solo cuando reconocemos nuestra debilidad es posible hacer un inventario objetivo y no fantasioso de nuestras propias capacidades, que son sobre las cuales se pueden diseñar planes creíbles y efectivos de acción. Pero, además de eso, el reconocimiento de la propia debilidad obliga a transitar en dos direcciones inteligentes y necesarias.
Una, es a confiar en los demás, a entender la importancia de trabajar y coordinar acciones con otros, de reconocer con humildad que la unidad no es un eslogan acomodaticio ni un adorno discursivo, sino un requerimiento insoslayable para convertir la debilidad de cada uno en la fortaleza del común, y que sin ella ningún cambio político es posible.
La otra dirección a la que nos conduce la aceptación de nuestra debilidad, es al reencuentro con la gente, a asumirla como el sujeto político de la transformación y acompañarlo en sus luchas, a dejar de hablar con los mismos de siempre en escenarios controlados e ir a escuchar y aprender de la gente que hoy desconfía de sus organizaciones porque éstas siguieron las urgencias de sus propias agendas y no la de la inmensa población sufriente en demanda de cambio.
Sí, hoy todos somos débiles. Pero esto, en vez de convertirse en un estigma derrotista y desesperanzador, su reconocimiento puede ser el inicio de un necesario proceso de transformaciones a lo interno de nuestras organizaciones, en su forma de hacer política y de relacionarse tanto con la población como con otros actores sociales y políticos. De esta forma, la debilidad que hoy nos caracteriza -más que una tragedia- y las acciones que en consecuencia y de manera realista asumamos frente a esa condición, se podrán convertir en el punto de ignición que empiece a devolver la fortaleza en nuestras organizaciones, y vuelva a inflamar la esperanza de cambio en una población cansada y desconfiada.
@angeloropeza182