Ricardo Gil Otaiza: La entrevista y la literatura

Termino por creer lo que alguna vez dijo Augusto Monterroso: “La entrevista es el único género literario que ha inventado nuestra época”, y así lo considero al releer por enésima vez su libro Viaje al centro de la fábula (2000), en el que se reúnen diez entrevistas que desnudan su intimidad, su timidez y su obra. Y fíjense en el detalle de lo que acabo de escribir: “su libro”, porque él así lo consideraba, es decir, lo incluía sin recelos en su obra literaria, que dicho sea de paso no fue vasta en cuanto a extensión, pero sí muy rica en contenido: cuentos, fábulas, ensayos, novela, falsos diarios, memorias y las entrevistas.

Con respecto al cuento fue Monterroso un absoluto renovador del género, casi podría decir sin caer en exageración alguna que lo reinventó, lo elevó a escala superlativa, hizo de él centro de atención de la crítica, de los lectores y de muchos de sus propios colegas, quienes sin reticencias alababan su pulcritud narrativa, su fino humor, su brevedad y perfección. De las luminarias del último medio siglo pocas escaparon a su poderoso influjo. Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y el mismo Mario Vargas Llosa en algún momento de sus portentosas carreras, se refirieron a su prosa (en cuento y fábula) con términos obsequiosos y admirativos. Su pequeño tomo titulado Obras completas (y otros cuentos), que curiosamente fue su primer libro, de inmediato se erigió en clásico, y muchas de sus piezas pasaron a formar parte de antologías en distintas orillas y a ser objeto de estudio académico.

De la fábula monterrosiana podría escribir un pequeño tratado, porque la rescató del olvido, la resucitó como género enterrado con los antiguos clásicos, le dio un nuevo rostro e hizo de ella centro de estupendas piezas para el disfrute del lector contemporáneo. La oveja negra y demás fábulas se convirtió desde su publicación en 1969 en un hito literario. Las fábulas de Tito (como cariñosamente se le llamaba) son distintas a las antiguas, no solo porque están exentas de la tradicional moraleja (por lo menos así quiero creerlo), que busca aleccionar, sino porque están cargadas de sarcasmo, de un humor triste, de una densidad que va más allá de la normal dicotomía entre el bien y el mal. Los “animales” de Monterroso son esperpénticos y risibles, pero dejan muy parado al ser humano.

Sus ensayos son maravillosos, y no sé si es porque llevan en sí mismos al resto de los géneros literarios, pero nos empujan a la dialógica con su autor, a hundirnos con él en sus reflexiones, a reconocer su fina erudición no académica (fue autodidacto) y a replantearnos nuestras propias posturas intelectuales. Sus textos ensayísticos son serios, pero a la vez impregnados de humor, y en esa ambigüedad se mecen para elevarnos a importantes cimas estéticas, que no buscan la grandilocuencia, sino que desde su aparente sencillez nos sumergen en la densidad de la materia humana. Movimiento perpetuo, La vaca, La palabra mágica y Literatura y vida dan fe de su cultura y de su dominio de la lengua.

Su pretendida novela Lo demás es silencio es eso: la antinovela, rompedora de esquemas, ajena al canon y es su libro más complejo. Su personaje el doctor Eduardo Torres, quien dio mucho qué hablar incluso antes de que saliera el libro, es en esencia monterrosiano: ambiguo, deletéreo, irónico, humorista y elusivo. Es y no es lo que dice ser. El San Blas del autor yergue en lugar mítico, en espacio y contexto sin límites, y en él, sólo en él es posible hallar la razón de la propuesta estética de su autor, su rebeldía literaria, su querer desdibujar la “fisonomía” de los géneros que aborda con libertad y desparpajo.

Sus falsos diarios titulados La letra e, ya nos dicen con certeza del afán de parte de Monterroso de diluir las fronteras genéricas. Más que diarismo, el ejercicio que hay en este magnífico libro es el del texto fragmentario y azaroso, que se detiene en el detalle, en la idea, pero también en el recuerdo y en la lucubración. Sí, aquí Monterroso lucubra, juega con el lector, nos lleva por múltiples veredas y hace de estos breves textos (algunos no tanto) puntos de partida de sus juego verbales.

En Los buscadores de oro, sus memorias, que apenas sobrepasan las cien páginas, rompe el autor con la noción que tenemos de tales. No hay en ellas ansias de contar y de solazarse en sus recuerdos, y en este sentido es más lo que calla, lo que deja entrever, lo que muestra con inmensa ternura, e incluso con dolor acerca de su mundo familiar e íntimo. La figura de su padre emerge por fin y aquí se le quiebra la voz y la pluma: las heridas siguen abiertas.

Como en un círculo, volvamos a sus entrevistas incluidas en Viaje al centro de la fábula. Sin duda, aquí está el mejor Monterroso. Aquí leemos, ¡inaudito!, lo más exquisito de su literatura. Cada respuesta o salida por la tangente, cada alusión autoflagelante y torcida es, qué duda cabe, perfección e ingenio, agudeza e incisión, porque aquí se compendia gran parte de su obra: su génesis y desarrollo, su trasiego existencial, sus dudas y temores; su poderosa carga explosiva de ironía y de humor. Los entrevistadores no pueden con él, a veces tiran la toalla, pero en muchas oportunidades se quedan estupefactos frente al brillo de su interlocutor. Nada sobra y nada falta en estas entrevistas, es el summum de lo que los lectores buscamos en sus páginas.

rigilo99@gmail.com

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