22 de noviembre de 2024 3:52 AM

Héctor Faúndez: La cueva de Alí-Babá y el síndrome de Robespierre

Después de veintitrés años de escándalos de corrupción sin precedentes y sin castigo, los venezolanos han sido sorprendidos por la reciente ola de detenciones de funcionarios del régimen, acusados de hechos de corrupción. Digo que los venezolanos han sido sorprendidos, porque no se conocían otras actuaciones de esa policía contra la corrupción que practicó las detenciones -a pesar de que ya tiene cerca de diez años de existencia-, y porque, en Venezuela, la corrupción ha pasado a ser parte de la vida diaria -como si se tratara del cambio climático, o de una gripe crónica-, y se practica con absoluta impudicia, como si fuera algo legítimo.

Durante más de dos décadas, hubo maletines de dólares que fueron a financiar campañas electorales en otros países, contratos de obras públicas -incluyendo ferrocarriles, puentes, represas, hospitales, obras eléctricas, etcétera- que nunca se realizaron, pero que se pagaron, y que están reflejadas en las cuentas bancarias del político o testaferro de turno. En la época en que todavía se producía petróleo, hubo ingresos mil millonarios, que desaparecieron como por arte de magia. Sobran las enfermeras, jueces, fiscales, y militares, que, de la noche a la mañana exhibían grandes fortunas. Esa no es una experiencia nueva para los venezolanos. Todo eso comenzó, en tiempos de Chávez, con el Plan Bolívar, y con la oficina de administración de divisas (Cadivi), desde donde se repartían dólares baratos a los amigos del régimen. Han sido veintitrés años de saqueo y de movimientos de dineros sucios en la más absoluta impunidad, mientras lo que fue un país próspero se hundía en la miseria. No se trata de incidentes aislados, sino de una cadena de hechos que responden a un mismo patrón, y que forman parte de un plan perfectamente organizado.

Todo eso pasaba sin que nunca hubiera siquiera una investigación que permitiera guardar las apariencias, y sin que ningún corrupto pudiera sentirse intimidado por el brazo de la ley. El contralor general de la República mira consternado cómo esos hechos se pudieron cometer bajo sus mismas narices, por “compañeros” a los que él conocía y trataba con complacencia. Mientras tanto, con lo que parece ser una mezcla de estupor y desconcierto, el ministro de la Defensa y el fiscal general de la República se declaran resueltos a colaborar con las investigaciones que se lleven a cabo para establecer responsabilidades. Si no actuaron a tiempo, ¿qué otra cosa podían decir, que no se saliera del libreto que les corresponde repetir en esta tragicomedia? ¿Qué se podía esperar de quienes han sido menos que un jarrón decorativo en un rincón atestado de cachivaches? ¡Todo eso ocurrió sin que Alí-Babá se enterara de que el botín había sido trasladado a otra cueva más segura, situada en Andorra, en las Islas Caimán, o en un banco de Moscú! Quienes permanecieron indiferentes a lo que estaba ante sus ojos no estaban ciegos. Ellos eran parte indispensable de la trama. Nada de eso hubiera sido posible sin la complicidad o aquiescencia de los que mandan.

Jueces, alcaldes, diputados, militares, el superintendente de criptoactivos, y uno que otro gerente de la estatal petrolera -Pdvsa- han sido víctimas de este súbito interés por proteger los recursos que son del Estado venezolano, o de los ciudadanos que son extorsionados para que puedan recuperar su libertad en un juicio político, para inscribir un documento de propiedad o, simplemente, para hacer ejercicio de sus derechos. No llama la atención que esos jueces hoy detenidos, al mismo tiempo que mostraban toda su maldad y crueldad con los presos políticos del régimen, estuvieran vinculados con bandas de hampones a los que dejaban en libertad por las fechorías que cometían.

Ni los jueces ni los otros detenidos han sido acusados de violaciones de derechos humanos, o de crímenes de lesa humanidad. Tampoco se les acusa de que hayan robado, o que lo hayan hecho en forma escandalosa. Sencillamente, se les reprocha no haber repartido el botín equitativamente con el resto de la banda.

Como los describió Nicolás Maduro, se trata de “bandidos y mafiosos” que se han aprovechado de “la revolución bonita”. Cualquier llamado a la ética suena raro en boca de los jerarcas del régimen bolivariano. En las últimas dos décadas, no es la primera vez que desaparece dinero de Pdvsa. En esta ocasión, no es que se han “extraviado” 3.000 millones de dólares, como se afirma; el botín completo -sólo de Pdvsa y de la operación con criptoactivos- es inmensamente mayor, y podría llegar a los 8.500 millones de dólares. De manera que toda la tragedia humanitaria que vive Venezuela no es una consecuencia de las sanciones internacionales. ¡Es la corrupción! Toda esta podredumbre comenzó con la promesa de erradicar la corrupción en Venezuela, y no de hacer de ella un arte sofisticado, llevándola a la máxima potencia. No es que los “bandidos y mafiosos” se hayan aprovechado de “la revolución bonita”; es que “la revolución bonita” era un esquema para robar y defraudar, comenzando por “el millardito” que Chávez le pidió al Banco Central de Venezuela, y siguiendo con un presupuesto nacional que se maneja como un secreto de Estado, sin rendir cuentas a nadie, y que no es auditado por nadie.

Pero hay que aclarar que los arrestados -cuyos nombres no vale la pena mencionar- no son los capos de la mafia, sino los rateros menores, que apenas formaban parte de los escalones intermedios del régimen, con uno que otro que tiene precio por su cabeza, y que está solicitado por la justicia de Estados Unidos no por corrupción, sino por narcotráfico. A través de las redes sociales, se conoció que Tareck el Aissami -a quien se vincula con la misteriosa desaparición de esos miles de millones de dólares administrados por Pdvsa-, renunció a su cargo como ministro del Petróleo. Pero, por el momento, los niveles más altos de la administración o de la judicatura, que son los responsables morales e intelectuales de este saqueo descomunal, al igual que sus testaferros, siguen siendo intocables.

Dantón, Robespierre, y muchos otros padres de la Revolución francesa fueron devorados por ella, y sus cabezas rodaron junto con las de Luis XVI y María Antonieta. Más que obedecer a diferencias ideológicas, las purgas de Stalin buscaban eliminar potenciales amenazas al ejercicio y al control del poder. Rasputín, Mussolini y Gadafi abusaron del poder y terminaron muy mal. Ahora, en lo que no pasa de ser un ajuste de cuentas entre distintas familias mafiosas, los hombres nuevos de la revolución del siglo XXI están siendo arrastrados ante el tribunal en que se ha convertido la policía política del régimen. ¡Triste ironía para los jueces detenidos, que tanto escarnio hicieron de la justicia!

No es que el régimen venezolano esté tratando de conservar una credibilidad que no tiene. Las recientes detenciones de corruptos son parte de los reacomodos de fuerzas entre las distintas facciones que se disputan el poder en Venezuela. Pero, para el venezolano corriente, en una pelea entre pandillas, da lo mismo que termine de imponerse una u otra.

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