Ricardo Gil Otaiza: La Bovary

Leí en mis tiempos juveniles, pero sin rigor, a Madame Bovary, de Gustave Flaubert, para dar respuesta a una actividad colegial, razón por la que me había impuesto como tarea volver a ella, ahora con el sosiego y el criterio de la edad madura, y si bien es cierto que tal empresa fue postergada durante años, este mes puse empeño y leí la novela detenidamente, a veces tomando notas, buscando en otros libros y en diccionarios, referentes y aclaraciones, que no hallaba en la traducción. Por cierto, tengo tres ediciones distintas de la obra, y en ellas hallo al mismo traductor, el español Joan Sales, pero con la diferencia de que en la edición que seleccioné (de Planeta, 2000), encontré un denso estudio a modo de Introducción de 25 páginas, de la autoría del traductor, en el que podemos conocer detalles importantes acerca del nacimiento de la obra y de las dudas iniciales de Flaubert, lo que permite, si se quiere, bajar un poco la guardia con respecto de un clásico literario alabado y denostado por muchos, pero fundamental para la comprensión de una época, y de un mundo ya olvidado.

Antes de todo este proceso, y a modo de preparación, leí con voracidad La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary (Alfaguara, 2006), de Mario Vargas Llosa, y no sé si hice bien, porque corrí el riesgo de recibir el poderoso influjo del gran novelista y ensayista, pero siento que su lectura, en lugar de adosarme a su criterio, si se quiere: de inocultada fascinación por la obra, me impuso una severa distancia con el clásico, y tomé mis precauciones: mi mirada tiene que ser desprejuiciada por los cuatro costados, abierta a la pluridimensionalidad de una obra rica en imágenes y en sucesos, descriptiva a más no poder, densa y conmovedora, atada a unas circunstancias epocales diametralmente opuestas a las nuestras, pero abiertas y receptivas al, muchas veces, indecoroso paso del tiempo, que todo lo tuerce y trastoca.

Con la “relectura”, que me acerca a una obra publicada inicialmente en 1856, es hoy cuando comprendo el porqué su aparición fue un verdadero escándalo en su tiempo, al punto de haber sido Flaubert llevado a juicio: fue rompedora del canon, y eso en aquel entonces (y acaso también hoy) era algo inaudito e inaceptable. Fue su autor un verdadero osado al echarle en cara a su sociedad toda su hipocresía y sus miserias morales: nadie, con la cabeza bien puesta, se atrevió a tanto. Madame Bovary es un personaje díscolo, a veces pérfido, al parecer no ama a su pequeña hija y detesta a su marido, al punto de serle infiel, y no contenta con esto, jamás se arrepiente, su fuerza interior y su carácter le impiden congeniar con un pueblerino como Charles Bovary: médico, hombre bueno, pero pusilánime y sin ambiciones, que nunca miró más allá de sus narices, que se contentaba con la pesada cotidianidad en un medio chato, carente de gloria, condenado a la trivialidad y al fracaso.

Pero, viéndolo con atención, Emma no odiaba a su hija Berthe, de la que nunca se ocupó, ni a su pobre marido: odiaba lo que ellos representaban. Es más: se odiaba a ella misma, por haber aceptado casarse con un hombre a quien no amaba ni le atraía: lo hizo por convencionalismo, porque tenía que casarse en algún momento y, no hallando mejor partido, toma como esposo a este hombre ya viudo, sin muchas luces ni aspiraciones. Y la hija, lógicamente, es a partir de su nacimiento el lastre de un matrimonio infeliz, que durante mucho tiempo tuvo llevar ella sobre sus hombros, y sentía que la superaba y la irritaba, deseaba irse muy lejos para olvidarse de su triste destino, ajeno al disfrute de la gran ciudad y de sus encantos, de la riqueza que hubiera querido ostentar para darse los gustos que creía merecer por su porte y belleza. Ella deseaba otra vida, y esto la recriminaba siempre, y fue así como, dejando aparte sus temores y timideces, acepta los galanteos de otros hombres, y se lanza tras ellos sin mirar atrás.

No repara Flaubert en detallar el mundo decimonónico: lo describe a la perfección en todos sus aspectos. Es más, esto resulta bastante pesado para el lector de hoy, que busca en el texto un mayor dinamismo. Si bien esta novela es un indiscutible clásico universal, el mundo que nos dibuja ya no se corresponde con el nuestro. Aquellas vestimentas, genuflexiones, expresiones, costumbres, prácticas y usanzas, son del pasado remoto; es más, los hombres y las mujeres de hoy no nos vemos reflejados en la vida de aquellos personajes, pero lo que sí permanece inalterable, de allí el genio del autor y la impronta del libro, son las pasiones humanas, que son eternas y nos marcan sin ningún género de duda.

El mundo de los Bovary, qué duda cabe, es infame en esencia como el nuestro: la mentira y el engaño están a flor de piel, en cada recodo, en cada hombre y mujer de este texto novelesco, se nos muestran la vanidad, la lujuria, la lascivia, la ambición, las ansias de poder, la maldad, el rencor, la doblez, la amargura, la injusticia, la perversión, y el atávico miedo a la muerte. Nada ha cambiado en el corazón de las personas en estos 167 años transcurridos desde la publicación de la novela. Si sustituimos los escenarios, y extrapolamos a nuestros días los hechos narrados, nada nos asombraría, todo estaría en correspondencia con nuestra propia historia.

El suicidio de Emma no es el fin de la tragedia: solo su excusa…

rigilo99@gmail.com

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