22 de noviembre de 2024 6:21 AM

Ricardo Gil Otaiza: La bibliofilia

Leo en el maravilloso Diccionario de uso del español, de María Moliner (Gredos, tercera edición, 2017), que el vocablo “bibliofilia” se refiere a la “afición a los libros por cualquiera de sus méritos de contenido o de forma, o por su rareza.” Luego, cuando voy al vocablo “bibliófilo”, hallo las siguientes acepciones: “1. Aficionado a los libros raros y valiosos y que se dedica a coleccionarlos y a su estudio. 2. Persona muy aficionada a los libros.” Y como si no tuviera otra cosa que hacer en casa, voy al Diccionario de la Lengua Española (Espasa, 2001) e indago en el vocablo “afición”, y este nos dice en su primera acepción: “Inclinación, amor a algo o a alguien.” Vuelvo al de la Moliner para contrastar aquello y, como suele sucederme, lo sopeso en su mayor amplitud que aquél, y esto expresa: “Disposición permanente del ánimo de alguien por la que una cosa, particularmente una actividad, un motivo de interés o un esparcimiento, le gusta…”

Para no aburrirlos, y si mi cabeza (ergo, mi comprensión) no me hace una mala jugada, deduzco que ser bibliófilo no es necesariamente ser un lector, es decir, puedo amar y ser un furibundo aficionado de los libros como “objetos” coleccionables por su belleza, rareza, antigüedad (tal vez incunables), atractivo, materiales, diseños, arte, etcétera, y jamás internarme en sus páginas, igual como podríamos hacerlo con pinturas, cromos (que yo coleccionaba con pasión siendo niño), monedas antiguas, postales, barajitas (o baratijas, jeje), fotografías antiguas, discos, soldaditos de plomo (el escritor español Javier Marías los coleccionaba), bonsáis, relojes (el escritor Augusto Monterroso coleccionaba relojes de mesa y de arena), y paremos de contar, pero los citados diccionarios dejan “claramente” establecido, que podrían darse también varias circunstancias: ser bibliófilo, lector y escritor a la vez (claro, no lo expresan así: meras conjeturas y aproximaciones de mi parte, como en una suerte de juego con las palabras), lo que me incluye desde ciertas perspectivas: amo los libros porque veo en ellos enormes posibilidades de salvación; sí, dije bien, salvación: del mundo y sus circunstancias, y de mí mismo (que es lo mejor, o lo peor, ya ni lo sé).

Podrían darse en este sentido muchas alternativas más, como, por ejemplo: ser un gran lector y no necesariamente un bibliófilo, y he conocido gente así, es más: tengo viejos amigos (escritores) que una vez que leían el libro que les interesaba, lo obsequiaban o lo dejaban en algún lugar público para que otro pudiera leerlo, eso sí; reservaban para ellos unas poquitas obras (no más de veinte) que consideraban “esenciales” para su trabajo intelectual, y si por designios de la vida al final de sus carreras académicas los sorprendía un anaquel con más de lo “debido”, les avisaban a sus colegas para que fueran a su oficina y se llevaran los libros que les apetecieran, y así quitarse de encima la enorme tribulación que les producía, hacer una mudanza con decenas de cajas de libros que eran ya un peso innecesario.

He de transigir, que conozco más gente con la doble o triple cualidad de lector, bibliófilo y escritor, que, de las otras, lo que implica que atesoran con esmero sus ejemplares y los leen y releen hasta la hartura, que se hace manifiesta cuando ese lector consumado y curtido constata que la obra le dio lo que tenía que darle, pero la conservan en las estanterías como un preciado tesoro, y pasan y la miran de reojo, a veces acarician su lomo, o toman el ejemplar y lo olfatean con los ojos cerrados para así alcanzar por breves instantes el paraíso, y lo devuelven a su lugar, y por nada de este mundo se atreverían a regalarla, o quizás algunos se vean en la imperiosa necesidad económica de tener que ponerla en venta, sin mayor suerte, por supuesto, y prefieren enfrentar las vicisitudes y los apretones del bolsillo y saber que la obra sigue allí, y que no pasó a otras manos que quizás no le darán jamás el cuidado que él le prodigó con afanoso y consumado desvarío.

Amar los libros por lo que son y por lo que representan en nuestras vidas (y no solo como bellos objetos culturales, que atesoro e incremento con ellos el patrimonio), es una experiencia cuasi sagrada, que te impacta en la interioridad y te lleva por senderos que jamás podrías desvelar sin la participación de ellos: ser buen lector y bibliófilo (la de escritor es sencillamente un valor agregado a aquéllas) es de una complejidad absoluta, porque te encuentras con cuestiones rayanas en la tontería, como por ejemplo: leer una determinada obra de tal editorial (que puso en ella enorme cuidado y belleza) y no la otra edición de la misma obra que también está presente en el estante, pero que no captas en ella esa empatía y ese placer orgiástico que sí logras con la otra; aunque esa otra esté ya muy mallugada por el uso, con algunas hojas desprendidas o rotas, y con las tapas y el lomo bastante sobados y desvanecidos.

Leer libros y ser bibliófilo son en sí mismos una profesión, y es así porque tienes que dedicar tiempo y esfuerzo para que ambas circunstancias establezcan sus propios vasos comunicantes y se articulen, se amalgamen, se complementen de tal manera, que de todo ello resulte el placer estético e intelectual que buscas en este territorio tan díscolo, exigente, costoso y antiguo que recibiste como herencia cultural.

rigilo99@gmail.com

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