El 30 de abril de 2021, día de la beatificación del Dr. José Gregorio Hernández, marcó una fecha significativa, de alegría y exaltación, para todos los venezolanos: los que vamos discurriendo el trayecto existencial, así como los que no nos acompañan físicamente, pero se mantienen unidos a nosotros a través de la patente y potente realidad espiritual de la comunión de los santos.
Me apuntalo en el reciente libro El Dr. José Gregorio Hernández. Una historia documentada, del presbítero Ramón Vinke. Resalto esta obra por tratarse de una biografía histórico-crítica que cita y confronta distintos documentos que revelan la vida del médico de Isnotú.
La devoción generalizada -ampliamente arraigada en el corazón de la colectividad- por el nuevo beato constituye un rasgo distintivo de nuestra identidad, como miembros pertenecientes a una nación con un destino común.
La mayoría de las familias cuentan con historias particulares referidas a acciones milagrosas del gran intercesor para la salud integral del venezolano.
Evoco y relato una situación familiar ocurrida a mediados de 1967. Mi papá tenía fijada una operación para removerle una verruga ubicada en el cuello con el Dr. Robinson Gómez. La noche anterior, mi hermanita Irene se había pasado a la cama de mis papás, y en una de sus tantas vueltas, con su pulserita engarzó la verruga y la arrancó de cuajo. Mi papá, justamente esa noche, se acostó escuchando por Radio Aeropuerto un programa sobre la vida del venerable. Al apagar el radio, entró un ventarrón benigno a través de las ventanas del cuarto. En la mañana siguiente del incidente, el Dr. Gómez lo examinó y se hizo innecesaria la operación y coser puntos, el corte había sido perfecto y ni siquiera sangró.
El Dr. José Gregorio Hernández, “camino al Hospital Vargas, pasaba todas las mañanas ante una humilde casita donde solía jugar un grupo de chiquillos. Un día echó de menos a un rubito y alborotador, y como al siguiente tampoco lo vio, preguntó a los otros: ¿Dónde está el catirito? «Ha enfermado, señor», le respondieron.
Entró en la casa y en la última habitación, acostado en un lecho construido con un montón de guiñapos, yacía el enfermito. Preguntó a la madre que lo velaba, una humilde trabajadora, quién asistía a su hijo, y ella le respondió que un curandero…
Bien, dijo el siervo de Dios, desde hoy lo cuido yo. Y ¿quién es usted? replicó la madre. ¿Yo?, un médico. Poco después el beatifico visitante, que se complacía en aplicar a las almas, como a los enfermos, la terapéutica que en cada caso convenía, volvía cargado de alimentos, golosinas y juguetes. Al despedirse, dejando al niño gozoso y tranquilo, como resucitado con aquella medicación original, sosegó a la madre con estas palabras: «Su hijo no está enfermo. Su padecimiento se llama ‘tristeza de la miseria», diagnóstico verídico, que solo podía ser formulado por quien, además de médico, era un santo.
Venezuela viene sufriendo por 20 años ese padecimiento, agravado por la crueldad de una corporación criminal que no repara en tropelías para mantenerse, a juro, en el poder.
José Gregorio, acudimos a ti, en esta difícil hora, como el gran intercesor para la salud integral del venezolano.
¡No más prisioneros políticos, torturados, asesinados, ni exiliados!