Escribo como siento y como pienso. Llevo a Venezuela en las venas y en mi espíritu, me duelen sus dolores colectivos porque su gente es mi familia, pero cuando se trata de hablar de lo que está mal sería un farsante si jugara a la comedia de la parcialidad, y uno de los principales problemas que hoy nos carcome y está a flor de piel es el concepto de los partidos políticos y sus militantes.
Es una distorsión álgida y profunda. Una degradación total de su teoría blanca por una práctica gris. ¿Qué pasó en la historia venezolana contemporánea que nos desencadenó en esta realidad?, ¿en qué momento la imagen de las prominentes figuras políticas se deterioró?, ¿cuándo hubo ese desprendimiento entre el pueblo y los dirigentes? Lamentablemente hay que escarbar en la trinchera de la historia para comprender esta realidad, rectificar y avanzar porque, para muchos, esta situación no es el inicio de nada, sino la culminación de un proceso.
Existió un momento en que los partidos políticos poderosos, se distanciaron de su base social, del pueblo, del proyecto democrático de 1958 y se transformaron en burócratas a secas. Esto, para muchos académicos, no comienza en 1998 sino en «la gran Venezuela» que no incumbe solo al gobierno del «caminante» sino a toda la sociedad venezolana: cuando no se tenía el tobo listo, una lluvia de petrodólares que no estaba en el programa llega repentinamente y nos cambia drásticamente como sociedad y profundiza antiguas conductas de irresponsabilidad que no eran ni tan evidentes ni tan masivas. Cuando ocurrió este fenómeno, reaparece la imagen de hombre providencial que va a proveer eternamente y empieza un proceso de diferenciación con administración austera y responsable que caracterizó a los tres gobiernos democráticos anteriores.
La pésima e inexperta administración de los inagotables recursos distanció a los gobernantes de los gobernados y viceversa, porque el debilitamiento de los resortes morales de la sociedad venezolana fue cómplice de la ruta al precipicio, al zarpazo hacia ningún puerto en términos de democracia y republicanismo.
Posteriormente, todo empeoró. Sucesos como el Caracazo o la defenestración del oriundo de Rubio conjuntamente con la descompuesta y naufragante sociedad venezolana dio paso a un nuevo capítulo en la historia nacional y la resurreccón de ese caudillo benevolente y encantador y, el pueblo lo acogió como su mesías. Por supuesto, ante tal avasallante proceso, la capacidad de respuesta no fue inmediata, el distanciamiento fue igual o peor ya que la retórica era una cosa y la realidad otra distinta totalmente. Esto ocasionó que la condena fuera aún más severa y engendró un descontento acérrimo hacia los partidos tradicionales y las organizaciones políticas nacientes en dictadura. Hoy en día cuesta mucho levantar esa destruida credibilidad y ese necesario respaldo popular porque muchos no han aprendido la lección o quizás no es de su interés comprenderla.
«La democracia es un estado de partidos. Solo desde la ingenuidad o hipocresía se puede pretender que se tendrá una democracia sin partidos políticos», Kelsen aún sigue teniendo razón pero estos, no pueden mezclar su vitalidad y rayar en una monarquía perenne porque el poder absoluto corrompe absolutamente.
Lo partidos políticos deben ser, en su naturaleza, unos archipiélagos y no apartadas islas sectarias en este mar social en el que habitamos. Sin embargo, el caudillismo partidista es necesario, pero hasta cierto punto. Es necesario tener la templanza, don de mando y severidad, en algunos casos, de un jefe o un caudillo, pero la perpetuidad en los cargos corrompe la mente y el corazón de quien lo ocupa momentáneamente a tal punto de creerse un emperador inmortal. Esto es tan nocivo y dañino para la democracia, la República y las generaciones que se levantan en ideas, esfuerzo y criterios.
Los partidos políticos y sus dirigentes deben conectarse irrestricta y diariamente con sus seguidores, escucharlos, prepararlos, motivarlos y guiarlos, seguir construyendo más que una imagen individual a quien seguir, un proyecto colectivo por el cual trabajar incansablemente hasta construirlo. Más allá de eso, es estar segundo a segundo con la gente a la cual nos debemos, salir de la comodidad e ir a la comunidad, hablar con sinceridad política, responder sus interrogantes, limpiar sus lágrimas frustradas y plasmar una sonrisa de esperanza, escuchar sus problemas y buscar, hasta donde llegue el alcance, la solución posible y viable porque «un líder no se forja en la comodidad de un despacho con aire acondicionado y secretarias, ni en la curul parlamentaria, para decir de vez en cuando un discurso florido, ni maniobrando desde arriba para mantenerse a flote, ni con dinero, ni con diarios y revistas, ni con radios o televisoras, ni con padrinos oligárquicos o la bendición militar o eclesiástica, pues el líder verdadero se forja y se desarrolla en las catacumbas de la clandestinidad, en las sombras de la adversidad, entre la represión y la violencia». Rómulo Ernesto, sigues teniendo razón luego de tanto tiempo.
#RendirseNoEsUnaOpcion