25 de noviembre de 2024 12:15 PM

Ricardo Gil Otaiza: Influencias literarias

Ningún escritor podrá negar que en su formación haya autores y obras que sean fundamentales para la comprensión de su propuesta literaria, porque cada libro leído es un nuevo universo que se abre ante nosotros para salpicar la mente de personajes, de historias, de contextos y de técnicas, que terminan por enriquecer nuestra propia mirada y oficio. Pero, obviamente, tenemos que estar abiertos para recibir sin reticencias todo aquello, para ser permeables y objeto de cambio permanente, para ir consolidando (sobre la base de la disciplina) un estilo que definirá la obra, que le dará un perfil determinado, y que será reconocido por los lectores si somos consecuentes con ese trabajo que implica cincelar la página, estar encima de los textos, aceptar sin sonrojo que una obra no nace solo de la mera inspiración, de eso que llamamos con cierto romanticismo como “musa”, sino que es la consecuencia lógica de mucho tiempo de esfuerzo serio y coordinado, de noches vueltas días, de denodados empeños por darle a cada frase un sentido y una bella forma.

Eso que llamamos influencias literarias no son más que atisbos, destellos, ramalazos que nos llegan de los otros, que nos llevan a reflexionar en torno de nuestro propio proceso creativo, que nos impelen a detenernos y a reorientar el camino, a buscar a cada instante todo aquello que haga perfectible la obra, y ello no querrá decir que nos copiemos el estilo de los otros, nada de eso, sino que a medida que leemos a un autor y reconocemos en él o en ella uno o más elementos claves que nos podrían servir para consolidar la escritura, pues los asumimos, internalizamos y los readaptamos a lo nuestro y el proceso se hace entonces algo deliberado, pero no siempre es así, ya que de manera inconsciente solemos recibir influencias de los otros y sin pretenderlo tomamos de ellos esencialidades y las hacemos nuestras, las insertamos en nuestro estilo, las fundimos y conjuntamos en una suerte de amalgama natural, que termina por hacer de nosotros meros discípulos de algunos maestros, que se convierten en faro, en guía, en rendija a través de la cual se cuela un haz luminoso

Aceptar nuestras influencias es algo inherente al oficio de la escritura, y en ello no se nos va brillo alguno, y mucho menos importancia, todo lo contrario: nos convierte en autores agradecidos de poder recibir lo mejor de los mejores. En mi caso particular siempre he reconocido que he tenido en la obra de Jorge Luis Borges una fuente permanente de inspiración, sus relatos fueron en mi juventud un descubrimiento portentoso, y siempre regreso a ellos porque lucen inagotables ante mis ojos febriles, pero también me fascinan sus ensayos, su manera de argumentar, esa capacidad de decir honduras con economía de lenguaje, de echar mano de tantas herramientas conceptuales sin que el texto luzca afectado o empalagoso. Ah, y esa máquina envidiable, casi de relojería, que hace de cada pieza en prosa o en verso el sumun del deleite y de la perfección del lenguaje.

Otra de mis influencias literarias la hallo en la obra de Javier Marías: esa manera tan suya de construir sus narraciones como si se tratara de una conversación con un amigo; es esa forma introspectiva que lleva al narrador a reflexionar sobre lo contado sin que la narración sufra torceduras o quiebres; es ese “desenfado” (no tengo otro vocablo que lo explique) con el que relata, pero que es al mismo tiempo elegante y de altura. Y su influencia la recibo no solo en sus narraciones, sino en su prosa ensayística y en sus artículos de opinión, en los que deja ver sin ambages su pensamiento, dándole a cada cosa el vocablo que requiere, expresando sus pareceres sin importarle que sean o no políticamente correctos, y esto es determinante en su estilo.

Ustedes saben ya que la influencia de Augusto Monterroso en mi prosa es determinante. De él me fascina su concisión, su humor, su ironía, su expresar con pocas palabras tantas cosas. Creo que es la excelencia lo que más me fascina de este autor, porque no cabe otro calificativo cuando leemos una obra en la que cada vocablo, cada idea y hasta cada signo de puntuación han sido milimétricamente cuidados. Monterroso dice solo lo que tiene que decir y sin muchos adornos, no se va por las ramas, casi no usa oraciones subordinadas (yo sí, jajaja), echa mano de las figuras literarias sin abusar de ellas, nos hace reír a más no poder, y cada frase suya es de una inteligencia tan aguda y vivaz, que no podemos menos que asombrarnos con las altas cimas que alcanzó con una obra relativamente breve como la suya.

Siento que Juan Rulfo ha sido también una de mis influencias, y jamás lo había expresado. Hallo en su obra precisión y exactitud, y si bien es cierto que echa mano de mexicanismos y neologismos, lo hace con tanta maestría, que quienes los leemos los asumimos como parte también de nuestra propia cultura. Hay hondura en su propuesta literaria, hay mucha nostalgia por la tierra y por el campo, y su metafísica es tan convincente, que leemos y disfrutamos de sus fantasmas con gran naturalidad, sin que ello implique merma en el poder de verosimilitud que debe tener una buena obra literaria. Rulfo fue un grandísimo maestro, hoy medio olvidado por el fulgor de los representantes del boom, pero al que debemos regresar si de veras queremos honrar a las letras latinoamericanas.

rigilo99@gmail.com

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