En 1924 vio la luz Ifigenia, de Teresa de la Parra, escritora cuya carrera se iniciaría, por cierto, con la publicación de dos de sus primeros cuentos en las páginas de El Universal: Un evangelio indio: Buda y la leprosa y Flor de loto: una leyenda japonesa, ambos firmados con el pseudónimo Frufrú.
Ifigenia presentaba el contraste entre la modernidad de las urbes europeas y los convencionalismos y tradiciones que caracterizaban a la sociedad latinoamericana de la época. Estos polos de conflicto se ven representados en la obra, respectivamente, por María Eugenia Alonso, una joven educada en Biarritz que arriba a Caracas tras una intensa temporada en París, y por la tía Clara y la Abuelita, con las que la protagonista sostendría incontables discusiones.
Si bien el espíritu libertario de María Eugenia se manifiesta más en aspectos relacionados con su apariencia, como el cabello cortado a la garçonne, que en otros asuntos esenciales, como su independencia económica, en su pecho bulle el deseo de vivir nuevas experiencias. Sin embargo, el estilo familiar tradicional irá engulléndola progresivamente, sofocando su espíritu independiente y ocasionando un cambio de hábitos que ha de facilitar su progresiva adaptación a la sociedad caraqueña.
Finalmente, cuando se le presenta la oportunidad de huir a Europa con su amado Gabriel Olmedo, la joven opta por renunciar a sus propios deseos antes que exponer a su familia al escándalo que hubiera desencadenado su fuga con un hombre casado. María Eugenia se ofrece a sí misma como víctima para preservar la tranquilidad de los suyos.
De allí proviene el título de la novela, que nos remite al personaje mitológico: Ifigenia, hija de Agamenón y Clitemnestra, quien acepta ser ofrecida en sacrificio a la diosa Artemisa a fin de obtener vientos favorables que permitieran a la flota griega partir hacia Troya, viaje dirigido a vengar el rapto de la mítica Helena.
Agamenón se debate entre el amor que siente por Ifigenia y su situación de cara al ejército griego: salvar a su hija supondría poner en riesgo la misión y la vida de sus miembros; la injusticia que se comete contra Ifigenia, sin embargo, es flagrante. Se trata, en suma, del cruel dilema de optar por proteger a unos o a otra.
Ifigenia acepta ser inmolada para defender a otros. Al final, no fallece: Artemisa se compadece de ella y la traslada a Táuride, en donde vive como sacerdotisa hasta que se ve rescatada por su hermano Orestes. Sin embargo, cabe preguntarse cuáles serían los sentimientos que embargarían a Agamenón el resto de su vida. Su existencia acabó trágicamente, a manos de su esposa adúltera, por motivos en los que Esquilo, Eurípides, Sófocles y Píndaro difieren. Lo que sí está claro es que debió de vivir atormentado por la culpa hasta el final de sus días.
En las antípodas de la víctima, está el victimario. Si por un lado la víctima suele tener la capacidad de sobrevivir al daño que le es infligido y de elaborar emocionalmente su sufrimiento, el victimario se enfrenta, por su parte, al mayor o menor malestar que le genera el haber causado un daño, según las circunstancias lo hayan constreñido más o menos a actuar. Tal es la naturaleza de la culpa: el remordimiento por un acto que el protagonista valora negativamente, una emoción cuyo único sentido es el de conducir a reparar el mal ocasionado o el de contener la acción lesiva para otros en el futuro.
Más útiles pueden resultar la prudencia, la responsabilidad, los escrúpulos, el anticiparse a una situación y actuar –o contenerse- antes de que terceros puedan resultar perjudicados, pues, según afirma el popular refrán colombiano: “después de ojo fuera, no vale Santa Lucía”.
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