22 de noviembre de 2024 6:03 PM

Humberto García Larralde: ¿Venezuela se puede recuperar? (I)

La única respuesta seria a la pregunta que encabeza este artículo es: depende. Es menester aclarar, además, qué se entiende por “recuperar”. Si se piensa en recrear condiciones parecidas a las disfrutadas por Venezuela en los años setenta o, incluso, los noventa, la respuesta es un rotundo NO. Mucho menos el consumo dispendioso alimentado por el reparto de la renta que instrumentó Chávez cuando el precio del crudo superó los 100 dólares el barril. A esas situaciones es imposible retornar y mientras más rápidamente nos convenzamos de ello, mejor. De lo contrario, no podremos superar los retos que plantea la recuperación del país, postrado por la hecatombe infligida por la gestión chavomadurista.

Si lo que se aspira es lograr mejoras sostenibles en la vida de la población que superen en el tiempo el nivel recordado de los períodos referidos, la respuesta es un SI, condicional. Tiene que ver con la capacidad de los venezolanos de sortear exitosamente la complejidad de este desafío. Como tiene tantas aristas, en este breve escrito apenas rozaremos algunas de ellas.

Empecemos por el ámbito de lo económico. Se suele examinar empezando con un arqueo de los recursos con que cuenta Venezuela. Desde primaria se nos enseña que dispone de una rica dotación de yacimientos minerales, entre estos, las reservas petroleras más grandes del mundo; tierras de variada calidad que, no obstante, sirven para sustentar una agricultura y una ganadería competitiva en muchos rubros; una topografía variada y atractiva para la promoción del turismo; abundantes costas con playas, puertos, ensenadas; un clima agradable, con mucho sol; disponibilidad abundante de agua; ubicación geográfica favorable, etc. Es decir, en el “haber”, Venezuela exhibe ventajas comparativas clásicas bastante prometedoras.

Si extendemos el examen a las ventajas que deben ser creadas para una mayor competitividad, la descripción no es tan favorable. La infraestructura vial, de puertos, aeropuertos y de servicios existente, antes envidia de otros países de la región, está colapsada y en mal o pésimo estado. Pero “está”. La planta industrial, de empresas del campo, comerciales y de servicios que, en el pasado, se benefició de una moneda fuerte para importar maquinaria moderna, equipos e insumos, está severamente vapuleada por la pésima gestión económica del chavo-madurismo. El sistema financiero, por su parte, se ha encogido aún más que la economía y tiene escasísima capacidad para apalancar negocios.

Los recursos humanos con que cuenta el país, producto de un sistema educativo de cobertura universal e inclusiva, de la capacitación y especialización vinculada a actividades productivas y comerciales, como de la formación profesional en institutos de educación superior, se encuentran diezmados por sueldos miserables y el deterioro en sus condiciones de vida (alimentación, seguridad, salud, vivienda). Muchos talentos han migrado, encontrándose dispersos en la diáspora de venezolanos. Y las universidades nacionales que, en el pasado, exhibían enclaves de excelencia a la altura de sus pares internacionales, se han visto aplastadas por el fascismo chavista, arrasando con muchos de sus logros. Venezolanos brillantes, experimentados, altamente calificados o con aptitudes y destrezas provechosas, no encuentran donde aplicar sus talentos o decidieron hace rato buscar fortuna afuera.

Estas insuficiencias y otras que se omiten por razones de espacio abultan el “debe” de esta contabilidad.

Si se profundiza un poco más, deben ponderarse las condiciones de los intangibles, tan decisivos en el mundo actual. Se trata de las interacciones entre los distintos actores sociales, económicos, políticos y culturales, como del ambiente (incentivos, oportunidades) para el despliegue creativo y la innovación. Aquello que llaman “capital social”, fundado en la confianza, la asociatividad y el compromiso con los pares, se ha visto perjudicado por un estatismo centralista que ha pretendido imponer sus pautas hasta en la esfera privada de las gentes, con el pretexto de una “revolución” que solo sirve para que una nueva oligarquía expolie el país. Castró la participación ciudadana proactiva. La iniciativa privada se encuentra reprimida con controles, regulaciones e intervenciones. La falta de garantías jurídicas a la propiedad y procesales disuade la inversión y el desarrollo de nuevos proyectos. Ello se ha agravado aún más por la inflación, el derrumbe del sector externo y el colapso de la gestión estatal. Un tejido industrial raído empobrece significativamente las sinergias positivas entre empresas, proveedores y servicios, tan importante para la competitividad. El deterioro de las universidades y otros centros de investigación, junto a la inestabilidad e incertidumbre existente, inhibe la innovación y el desarrollo de nuevas tecnologías o soluciones a los problemas del país, como las actividades creativas en general. Ello ocurre en el marco de un régimen enemigo del emprendimiento y dedicado a reforzar la cultura rentista a través de prácticas clientelares diversas, haciendo que la gente dependa del reparto estatal.

Si se suponen condiciones para sostener tasas de crecimiento del PIB del 5% anual a partir del próximo año, tardarán más de 30 años para alcanzar el nivel de 2013. Con Maduro, se encogió en 80% desde ese año. Un examen muy somero de la economía venezolana revela una capacidad ociosa, en términos de recursos no utilizados o subutilizados, gigantesca. Conindustria revela que la industria trabaja hoy en torno a 20% de su capacidad; las tres cuartas partes de las empresas existentes en 1999 han desaparecido. Situaciones análogas afectan a la agricultura, el comercio, los servicios y la construcción.

Pero tiene un lado positivo. No es temerario pronosticar que, con un formidable impulso financiero inicial y en condiciones que permitiesen un aprovechamiento acelerado y eficaz de tantos recursos ociosos, la meta referida podría alcanzarse en mucho menos tiempo, quizás la mitad. Con la ventaja de un nivel de vida mucho más robusto, equitativo y enriquecedor, pues descansaría sobre incrementos sostenidos de la productividad, solo posibles en ambientes que incentivan la inversión vigorosa y que ofrecen oportunidades para que todos puedan beneficiarse de la aplicación provechosa de sus talentos y habilidades. Se trata no solo de aproximarnos velozmente a lo que en economía llaman la frontera de posibilidades de producción del país –que, en estos momentos, se encuentra totalmente desdibujada y difusa–, sino de desatar una dinámica que va expandiendo aceleradamente sus horizontes, moldeando sus contornos en respuesta a las capacidades competitivas desplegadas. Los agentes de este “milagro” constituyen la otra cara, la positiva, de los intangibles referidos en el parágrafo de arriba

¿Wishful thinking? Restringiéndonos, por ahora, a lo económico, la única posibilidad real de recuperar a Venezuela es aspirar a lo que, en otros tiempos y ámbitos, habría de tomarse como una fantasía. La destrucción ha sido demasiado como para restringir nuestros horizontes en niveles más “realistas” por modestos. Y bajo el régimen actual, toda posible mejora sería agónica, lenta y escasa. ¿Y cuál es la clave que evita que estas reflexiones se vean como ilusiones irrealizables? Las instituciones.

Como habremos de recordar, las instituciones son, en esencia, las reglas de juego con los cuales se dotan los integrantes de un colectivo social, en este caso, la nación venezolana. Estas no caen del cielo ni provienen de una intervención extranjera; debemos construirlas los venezolanos. En momentos de crisis tan profundas como la nuestra, es el ámbito por excelencia de la política. Pone a prueba, sobre todo, la capacidad de liderazgo, pues implica un cambio radical de nuestra cultura política tradicional y de la forma como se ha venido conduciendo Venezuela hasta ahora.

Olvidémonos de una bonanza petrolera súbita que nos inunde, como en el pasado, de fabulosos ingresos o de un acuerdo inesperado que permita al país acceder a ingentes ayudas financieras externas como solución. Sin instituciones sólidas que generen confianza y estimulen lo mejor de nosotros mismos, será imposible aspirar a condiciones de vida dignas y enriquecedoras. Significan la antítesis de lo existente hoy. En un próximo escrito abordaremos algunas reflexiones sobre este papel de las instituciones.

humgarl@gmail.com

El Nacional

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