‘Hui de Venezuela y cuando llegué a Colombia afronté otra batalla: ‘Venezolanos, no’’

Soy Miguel Valera, nací en Venezuela y hui de mi país buscando darle un mejor futuro a mi familia. Esta no es solo mi historia, es la de miles de hombres, mujeres y niños venezolanos que tuvieron que salir corriendo hacia otros países por una misma meta: no volver a dormir con hambre.

Llegué a Colombia con 17 años, mi única compañía fue el miedo y la esperanza sujetándome cada mano, porque aunque imaginé que el camino sería difícil, nunca llegué a pensar que terminaría durmiendo en las calles y a punto de morir.

A muchos de nosotros no nos tratan bien por ser venezolanos, pero fue más lo que gané que lo que perdí, aprendí que cualquier moneda suma y entendí el valor de cada abrazo, la satisfacción de dormir en una cama y que un simple “¿cómo estás?”, es una reliquia para una persona que habita las calles.

Aun así, yo que no creía en los milagros, un ángel me ayudó, ese ángel vive en Kennedy, en Bogotá.

Mi vida antes de llegar a Colombia

Nací en 1998, en Venezuela. Soy el mayor de 4 hermanos varones y una mujer, el menor, Omar, actualmente tiene 11 años. Nunca fuimos reconocidos por nuestro padre, razón por la cual tomé un papel de protector desde corta edad.

Siempre me ha gustado el estudio, es por eso que mi sueño era ser profesor. Comencé estudiando educación integral, pero posteriormente me pasé a Química; sin embargo, por la situación de mi país natal, no conseguí nunca mi título profesional.

Estando en Venezuela, por la ausencia de docentes, me contrataron desde mis 15 años en diferentes colegios como profesor. Enseñé desde historia hasta química. 
Cuando la situación del país empezó a ser más difícil,llegué a ganar 1 dólar mensual impartiendo clases. 

Hubo muchos días en los que incluso, teniendo dinero, no comíamos por la escasez de alimentos. Fue muy difícil para todos nosotros soportar el hambre y especialmente, ver a mis hermanos menores pasando por esto.

Venezuela en ese momento:

En el año 2013 la crisis en Venezuela empezó a ser más fuerte, los productos de primera necesidad empezaron a ser inalcanzables, un período que corresponde a la llamada Revolución Bolivariana. 

Fue un episodio de profunda tristeza e impotencia para millones de familias que, como la mía, rechazábamos la idea de que el territorio en el que crecimos se convirtiera en una lucha constante.

Debido a mi malestar social salí a marchar junto con algunos amigos en el año 2014, como un acto de pronunciamiento y de desaprobación hacia las nuevas políticas. Lo que nunca imaginé fue que participar a esa manifestación fuera mi tiquete de salida de mi país.

Mi vida siguió como de costumbre hasta que un día, cuando iba caminando hacia mi trabajo, fui abordado de manera inesperada por un vehículo oscuro, varios hombres me subieron al carro de manera violenta y sin explicarme nada, me llevaron hasta una celda.

Pasé dos meses detenido
. El día de la captura fue inolvidable porque recibí una golpiza difícil de digerir. Mi familia juntó dinero, que no nos sobraba, y me dejaron ir en calidad de fugado.

Para mí fue una sentencia, por eso decidí hacer todo lo posible por salir del país, abandonar a mi familia para conseguir otros ingresos y poder ayudarlos. Sin duda, mis expectativas luego se fueron desmoronando.

Huir de casa

En ese momento, ya era usual escuchar que vecinos o amigos emprendían rumbo desconocido. Para mi fortuna, tenía una amiga que vivía en Colombiahacía pocos meses y fue quien me motivó a tomar la decisión de irme. 

Pedí plata prestada, me despedí de mi mamá y mis hermanos con la promesa de ayudarlos. La mañana siguiente viaje en un microbús que llegó hasta Cúcuta, Colombia. Íbamos solo 5 personas, todos con la mirada perdida y juntando las manos para rezar. 

Lo único que cargaba en mi maleta eran dos libros profundamente especiales para mí, pues eran un regalo de mi abuelo: un símbolo de fortaleza.

Durante el viaje, recuerdo que me costaba mirar por las ventanas, pensando que en cualquier momento podrían reconocerme y hacerme devolver. Justo ese día entendí que todos actuábamos como si estuviéramos cometiendo un crimen. Nuestro único delito era buscar una vida mejor para nuestras familias.

Llegando a Colombia, el bus se varó, un carro que opera en la vía llegó y nos hicieron bajar a todos, como una alternativa para pagar el repuesto averiado. Todos recolectamos objetos. Tuve que entregar mis libros, lo único que me acompañaba.

De fugado a invisible

Llegué a Bogotá, específicamente al barrio Patio Bonito, con una sonrisa y con pasos firmes. Avancé hasta llegar a casa de mi amiga. 

Cuando nos encontramos, descargué mis libros e inmediatamente salí a buscar trabajo. Varios locales después me abofeteó de nuevo una realidad dolorosa.

—Venezolanos, no— me respondieron varias personas al preguntar por un empleo.

Pasaron semanas sin trabajo, caminando de arriba a abajo por Kennedy, preguntando, rezando y diciéndole a mi familia que todo iba a estar bien. Una fachada que me pesaba cada segundo en Colombia.

Al frecuentar un café internet de la zona, conocí a un joven, Manuel, quien me aseguró que podía ayudarme con un empleo y así fue. Laboraba solamente los fines de semana de 7 a.m. a 8 p.m., por 20 mil pesos colombianos. 

Mis funciones eran la venta de helados, ganaba 500 pesos por venta. Hubo días fríos en los cuales llegué a casa sin nada, con dolor en las piernas, con el rostro quemado incluso por el viento y el corazón triste. Pocos días fueron buenos, llevaba 2.500 o 15.000 pesos, pero nunca lo suficiente para no sentirme una carga para mi amiga, por ello, me fui de su casa.

En medio de mis recorridos, me entregaron un volante de empleo, solo para extranjeros, sentí que la vida me volvió a sonreír. Comencé a trabajar vendiendo empanadas, con un horario de 3:00 a. m. a 8:00 p. m., junto con más compañeros nos levantábamos a freírlas y a sacarlas en carritos para la venta ambulante.

El negocio era dentro de una vivienda, en la cual comencé a vivir con varios venezolanos. En el día a día siempre quedaban algunas empanadas por vender, era lo usual. Duré más de seis meses viviendo y trabajando allí.

Ganaba alrededor de 20 mil pesos, por ello, la desesperación se apoderaba de mí en las noches, lloraba por no poder enviar dinero a mi familia. Incluso sentía culpa, ya que ellos pensaban que mi situación económica era mucho mejor y no quería enviarles dinero.

La verdad era que muchas veces ni para mi comida me alcanzaba, razón por la cual decidí renunciar para buscar otro empleo.

Le voy a descontar todas las empanadas que nunca vendió durante todos estos meses. Antes no debería pagarle— apuntó mi jefe cuando renuncié.

Me fui con 80 mil pesos en el bolsillo, golpeé en varios hoteles, una noche no bajaba de 40 mil pesos. Seguí caminando por horas hasta encontrar en un paga diario, lugares en donde la habitación cuesta 5 mil pesos. Lo que para mi liquidación era lo más razonable.

Allí adentro era otro mundo, cada vez veía más gente en los cuartos. Me acomodé en un camarote, me quité los zapatos, guardándolos debajo de la cama,puse los 80 mil pesos debajo de la almohaday, sin darme cuenta, el sueño y el cansancio me dominaron.Cuando desperté no tenía ni zapatos ni dinero.

Las noches frías de Bogotá

Escuché que en Corabastos daban trabajo. Me dieron un lugar desgranando arvejas, para las labores que había desempeñado fue un alivio escuchar algo que tenía menos esfuerzo. 

Pagaban 400 pesos por libra desgranada. Al día me hacía alrededor de 8.000 pesos. Salía con las manos tensionadas intentando ser más veloz.

Pagaba los 5 mil pesos de la noche y ahorraba los 3 mil pesos para poder enviar a mi familia. Sinceramente, me sentía agotado, física y mentalmente. Hablé con la señora del paga diario quien me dijo que podía cuidar la entrada de la casa todas las noches por 5 mil pesos. Es decir, para poder dormir allí.

Opté por no dormir en el día y asumí el nuevo reto de vender dulces en los buses, recuerdo el primer día que detuve el bus por la avenida Villavicencio.

—Buenos días— dije con la voz entrecortada.

Nadie me contestó. Mi cuerpo dejó de responderme y tuve que sentarme para respirar. Solo vendí dulces durante dos semanas.

—Miguel, mamá está enferma, en el hospital dicen que no hay medicamentos— fueron las palabras de mi hermano por teléfono.

—¿Puedes enviar dinero?
— concluyó.

Envíe lo poco que tenía: 40 mil pesos. Quedándome sin el dinero de esa noche. Fue la primera noche que dormí en las calles de la fría noche de Bogotá.

La muerte llamandome:

Pasaron meses en los cuales solo junte monedas para poder enviar a mi país, la depresión me consumió, ya no contaba los días, dormía en cualquier parte, simplemente me sentaba y ahí amanecía, veía pasar a otros jóvenes como yo, comiendo, caminando con su familia y solo pensaba en la suerte que tenían.

La calle te envuelve y cada vez te va llevando a un lugar más oscuro, eso pasa porque te das cuenta de que lo material pasa a ser irrelevante cuando ir al baño o dormir es todo un privilegio.

Una mañana me despertó la presencia de un hombre, de quien no recuerdo su rostro, me saludó y me dijo:

—Yo vivo solo chino, si quiere puede quedarse en una pieza, todo bien— me dijo con tono cordial.

—Si señor, me gustaría descansar, hace mucho no duermo en una cama— le contesté emocionado.

Lo seguí, él iba unos metros más adelante, lo detallé de espaldas, desde su cabeza hasta su cintura, hasta que noté que en su mano derecha tenía un cuchillo que intentaba cubrir con su manga. Él notó que mire su mano y me sujetó de la camisa.

Empecé a gritar y la gente notó lo que ocurría. El hombre se fue y yo salí corriendo en dirección contraria. Corrí tanto como pude hasta llegar a un parque y sentarme a llorar.

Ese día dejé de luchar. Permanecí quieto, con los ojos cerrados, imaginando que justo ese día estaba acompañado por mi familia, nos imaginé cantando, riendo, compartiendo las anécdotas de un día cotidiano, sin hambre, sin huir, sin sentirnos desprotegidos.

Un ángel apareció

Llegué al centro comercial Milenio y me quedé dormido. Cuando amaneció no quería nada, no tenía ánimo de levantarme, de caminar, llevaba más de una semana sin comer. Hasta que vi una señora que caminaba hacia mí.

—¿Quiere desayunar?, vivo acá al frente— me señaló con su mano.

—Sí señora, gracias— le respondí.

La señora Diana me sirvió como para un batallón. Ella me preguntó sobre mi historia, mi familia, así que mientras comía le hice un buen resumen. Después de agradecer me levanté para salir de su casa.

—Siéntese, ¿no quiere descansar?— me dijo.

Apenas me senté en la sala me quedé dormido, me desperté cuando la noche empezaba a llegar. Pero volvió a decirme que no me fuera, que me quedara, me explicó que el esposo, don Gerardo, estaba de acuerdo en dejarme dormir esa noche allí.

Ella fue un ángel en mi camino, ya que para mi sorpresa me brindó una mano que sostener, me pidió que me quedara durmiendo en el sofá y lo que ganará en el trabajo lo ahorrará para mi familia. Duré quedándome con la familia Rodríguez durante meses, me brindaron alimentación y me escuchaban. Yo conseguí trabajo en Corabastos, cargando alimentos. La señora Diana nunca me recibió ni una sola moneda.

Pude ahorrar, mandar dinero a mi familia, y unos meses después ella me regaló unos computadores para que montara un negocio. Yo compré otros dos y me fui de su casa. Contacté dos amigos de mi país que habían llegado hace poco y les dije que pagáramos entre los tres un sitio para vivir.

Me ayudaron a sacar mis cosas, junto con los computadores de donde la señora Diana. Pagamos una pieza para los tres en Patio Bonito, ese día sentía que todo, por fin, se pondría mejor.

Al siguiente día, cuando llegué del trabajo, ni ellos ni los computadores estaban.

Respirar y seguir:

No podía creer lo que había pasado, en ese momento mi vida se derrumbó. A pesar de lo que yo consideré como una traición, la salud de mi mamá y el bienestar de mis hermanos me hicieron resurgir para tomar la fuerza necesaria para continuar luchando.

Volví a salir adelante, a confiar, a tener esperanza, empecé a dar clases de inglés a la hija de la señora Diana, ayudaba con trabajos de colegios y poco a poco volví a tener modos para alimentarme y pagar una pieza para mí solo. 

Entregué hojas de vida para trabajar en un restaurante conocido y me contrataron, tengo buenos amigos y un contrato que me permite sentirme aliviado.

Mi madre murió por falta de tratamientos médicos el año pasado. Sigo enviando dinero ahora con más frecuencia. Además, mi pasión por la tecnología y los videojuegos la he plasmado en transmisiones en vivo a través de Twitch.

Agradezco a todas las personas que en algún momento me brindaron una palabra, algo de comer o incluso su vivienda.

VANESSA PÉREZ
REDACCIÓN ÚLTIMAS NOTICIAS

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