22 de noviembre de 2024 5:20 AM

Linda D’Ambrosio: Hombrecitos verdes

Una diminuta figura me acompaña, desde hace muchos años, emplazada en la parte izquierda de mi escritorio: con su triple mirada y sus 4 centímetros de altura, uno de los hombrecitos verdes de la mítica película Toy Story me contempla.

¿Por qué está ahí? Quienes me conocen saben que, progresivamente, he ido derivando hacia un estilo de vida minimal, evitando mi dependencia de cosas que no puedo tener a mano en todas las circunstancias. Es el caso, por ejemplo, de innumerables adminículos de cocina que realizan tareas que antes desarrollábamos manualmente, como picar o rebanar (les reconozco, eso sí, la valiosa cualidad de ahorrarnos tiempo). Es, así mismo, el caso de infinitos recuerdos materiales que evité aceptar, siendo tan desastrosa como soy, porque traían consigo la insoportable responsabilidad de no perderlos (aunque admito que conservo algunas cartas manuscritas). El haber tenido que reducir mi hogar a un par de maletas cuando emigré, o la experiencia de haber tenido que desmontar varias casas tras el fallecimiento de algunos familiares, me ha puesto sobre aviso con respecto al dudoso destino de nuestros bienes materiales, así que evito acumularlos. Si el marcianito, pues, está ahí, no solo es porque me remite a un pasado feliz, sino porque me parece el emblema de un concepto que tiene valiosas implicaciones didácticas, al menos para mí: la Unimente.

Toy Story fue la primera de una trilogía de películas producidas por un convenio entre Pixar y Disney. Se estrenó el 22 de noviembre de 1995, con el consiguiente raudal de juguetes, camisetas y videojuegos. El concepto de Unimente, sin embargo, se no se desarrolló hasta el año 2000, con el lanzamiento de Buzz Lightyear, Comando Estelar: La aventura comienza, una película bidimensional que se presentó directamente en video para el consumo doméstico.

La Unimente es, precisamente, eso: una mente única de la que todos los hombrecitos verdes participan. No se trata de una suerte de telepatía, en la que se “transmiten” las ideas: eso supondría mentes individuales entre las cuales se produce un intercambio. Se trata de un único cerebro que se nutre de exteroceptores diferenciados: si bien la Unimente recibe diversidad de informaciones a partir de cada uno de los marcianitos, todos tienen acceso al contenido de ese cerebro único que centraliza las sensaciones.

¿Y qué importancia tiene esto? Pues que nosotros no tenemos una Unimente: no participamos de un pensamiento único que nos permita estar al tanto de cuanto acontece en el entorno de los otros marcianitos. Y ello me lleva a valorizar –que no solo valorar—la importancia de dos capacidades: la empatía y la comunicación.

La conciencia de que nuestras percepciones son diferentes, de que nuestras lecturas de una misma situación se ven afectadas por nuestras experiencias previas, por nuestras necesidades, por nuestros deseos, nunca estará suficientemente subrayada. No sabemos lo que confronta el otro. Vemos acciones y las explicamos desde nuestra lógica, la propia, la particular, que no es una lógica única, como la de la Unimente porque, según la premisa de la que partamos, el silogismo dará como resultado una u otra conclusión. Y a veces ni siquiera estamos en posesión de datos que justifican esas acciones que observamos. Se trata, básicamente, de una invitación a la más elemental a la prudencia, a tener presente que si no contrastamos con el otro nuestros razonamientos, lo que pensamos son solo conjeturas, y a hacer también el esfuerzo de poner en común con el otro nuestra perspectiva. Solo así podremos garantizar que el otro, medianamente, nos comprenda.

linda.dambrosiom@gmail.com

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