¿Podremos librarnos de esa impronta? Una aspiración tan improbable como cierto es que “somos hijos de ambos mundos”, de la Ilustración y del Romanticismo
En Las raíces del Romanticismo -publicación que recoge una serie de conferencias sobre el tema dictadas en 1965- Isaiah Berlin emprende una vehemente zambullida en la corriente que, según explica, define la impronta filosófica, estética y política de la modernidad occidental. Berlin es fiel a su convicción de que un intelectual es alguien que quiere hacer las ideas lo más interesantes posibles; así que elude un abordaje signado por la severidad del tratado académico, pero no por eso menos minucioso. Advirtiendo que se embarca en la tarea como quien entra en la caverna de Polifemo, el maestro del pensamiento liberal ofrece pistas para entender las causas de la aparición del movimiento, los factores que lo apuntalaron y cómo adquirió las dimensiones que blindaron su influencia. Sí: el Romanticismo, dice, introduce “el cambio puntual de más envergadura ocurrido en la consciencia de occidente en el curso de los siglos XIX y XX”. A partir de su irrupción -apunta Michael Ignatieff al comentar la obra de Berlin- ya no se asume que las grandes preguntas deban tener una respuesta única y verdadera, ni que esta deba ser consistente con el conjunto de todas las respuestas verdaderas.
Kant, Herder, Novalis, Goethe, Hölderlin, Schiller… pensadores que, según el autor, hicieron aportes “moderados” o “desenfrenados” a la evolución de este crucial giro del pensamiento. Al ubicar en Alemania el nicho perfecto para su desarrollo, Berlin señala la necesidad de los alemanes de distinguirse del resto de Europa. Eso los lleva a abrazar una identidad cultural y política particular, basada en la ruptura con las ideas de la Ilustración y el clasicismo: la confianza en la razón que promovieron los enciclopedistas franceses, la sólida philosophia perennis, los modelos matemáticos que la obra de Platón había inspirado y que cebaban la creencia en un progreso humano siempre ascendente e ilimitado.
El Romanticismo reacciona frente a este esquema ofreciendo una cosmovisión particular, que rechaza la idea de un conocimiento definitivo, estereotipado, la lógica determinista y lineal de la causalidad. Irónicamente, los cuestionamientos que en algún momento hacen algunos ilustrados como el propio Hume, Montesquieu, Diderot y Rousseau, contribuyen con ello. La hegemonía de la razón quedará eventualmente comprometida frente al ascenso del criterio sentimental; frente a la exaltación del “yo” y del papel de la imaginación como creadora de realidad. Se invoca así una dualidad: la voluntad es todo y es nada, capaz de forjar el mundo pero, al mismo tiempo, esclava de fuerzas que desconoce. Por esa vía, Berlin termina incluso rastreando cierto vínculo entre el irracionalismo de algunos exponentes del romanticismo alemán, y las ideas que más tarde dieron origen al nacionalsocialismo.
“Con el fuste torcido de la humanidad, jamás se construyó nada recto”, escribía Kant. Las ideas, sugiere Berlin, adquieren vida propia una vez lanzadas al mundo, desatando a menudo efectos contrarios a los buscados por quienes las conciben. El lado oscuro de esta revolución que propone el Romanticismo, y que contrasta con su luminoso aporte a la preservación del “equilibrio imperfecto en las cuestiones humanas”, también se hizo presente. Los románticos preconizan una concepción del ser humano que privilegiaba la emoción, la pasión, el exceso, lo inacabado, el poder de los sentimientos sobre aquellos atributos que ensalzó la Ilustración: la razón, el equilibrio, “la noción de que la virtud reside, definitivamente, en el conocimiento”. Un enfoque que entre “románticos desenfrenados”, como Fichte, no se vería libre de exageraciones.
Por supuesto, el resto de occidente no podía sustraerse a la fuerza de atracción ejercida por esta cosmovisión y sus banderas, el idealismo estético, la libertad, lo novedoso, la autenticidad, la primacía de lo subjetivo. Por esa visión del artista como figura con capacidades demiúrgicas, que mutó primero en la idea de un sujeto cuya voluntad le da poder para modelar la realidad; y de allí, en el convencimiento de que las culturas debían funcionar como un todo único y preservado del influjo foráneo. Así se produce el salto, en fin, de lo puramente estético a lo ético y político (asunto que, paradójicamente, también aborda Carl Schmitt en su crítica al Romanticismo político; entrampado, dice, por un ocasionalismo subjetivizado, opuesto al principio de causalidad).
Desde nuestro aquí y ahora, no es difícil reconocer signos familiares en eso que Berlin juzgó como un idealismo sin comedimiento. Deriva que remite a una noción fantástica de la libertad como triunfo de la voluntad, a la conversión de cierta pureza en valor supremo. Algo que, lejos de dotar a la política de equilibrada armazón, la contaminó de irracionalismo. Es ese Romanticismo desenfrenado el que lleva a ver la vida humana como campo de batalla entre ideales y modos de vida, y todo interés en conciliarlos, como “pura cobardía anestesiante” (John Gray dixit). El nacionalismo, el relativismo ético, el Titanismo o la admiración por el “Gran Hombre”, fenómenos penetrados por esa deriva, también dejan su muesca en la historia de Venezuela y de Latinoamérica.
¿Podremos librarnos de esa impronta? Una aspiración tan improbable como cierto es que “somos hijos de ambos mundos”, de la Ilustración y del Romanticismo. Conscientes de esa cualidad y sus contradicciones, toca caminar en un terreno que no pocas veces impele a ignorar la fiereza implícita en las luchas por el poder. Cabe entonces apelar a la síntesis que el mismo Berlin practica para no caer en las redes del sentimiento trágico, la nostalgia, la paranoia. Entrever soluciones a punta de duda escéptica y razón práctica (añadamos, por qué no, algo de la pasión reflexiva de Kierkegaard) quizás es una vía segura para no acabar arrollados por algunos idealismos.
@Mibelis
Con información de El Universal.
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