Hace algunos años me desconcertó oír a un sacerdote madrileño advirtiéndome que Dios había dicho “que fuéramos hermanos, pero no primos”. Solo con el correr del tiempo, e investigando, pude comprender que se trataba de una expresión frecuente en el argot español y descubrí sus orígenes.
A principios de 1808 había en España unos 65.000 soldados franceses, ubicados principalmente en Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Figueras. Su presencia se hallaba justificada, principalmente, por el Tratado de Fontainebleau , según el cual las tropas francesas podían circular en territorio español para efectuar la invasión de Portugal, que se proponían llevar a cabo conjuntamente con España.
Cuando Napoleón decidió que le resultaba más útil instalar en el trono español a su hermano, José Bonaparte, que mantener relaciones con Carlos IV de Borbón, ya sus huestes habían traspasado la frontera y se encontraban afincadas en España.
Fue entonces cuando ocurrieron los levantamientos que desembocarían tanto en los célebres fusilamientos del 2 de mayo, pintados por Goya, como en la creación de la Junta Conservadora de los derechos de Fernando VII, que regiría en Venezuela hasta 1810, desconociendo el poder francés y manifestando lealtad hacia el legítimo soberano español.
Fue también entonces cuando el mariscal francés Joaquín Murat escribió una carta a don Antonio Pascual de Borbón, Presidente de la Junta que gobernaba España en ausencia del rey Fernando VII, dirigiéndose a él como “Señor Primo”, tratamiento que se empleaba en atención al parentesco que, efectivamente, existía entre los miembros de la realeza, que se casaban unos con otros a fin de preservar la “pureza” de la sangre.
En dicha carta, Murat instaba a Antonio Pascual a reprimir al pueblo sublevado. Pascual accedió a dictar una serie de medidas que el pueblo no acató, y que, obviamente, le convirtieron en una persona odiada entre sus propios compatriotas. El haber cedido a la lisonja y a la presión de Francia, tendría un enorme costo político para él.
Fue así como la expresión “hacer el primo” se popularizó en España para referirse peyorativamente a quien ha sido engañado o manipulado, a quien se le ha tomado el pelo.
Mi amigo sacerdote intentaba señalar que es preciso poner límites, y que, si bien actuar de buena fe (hasta 70 veces 7, según Mateo 18, 21-35) es un imperativo, tampoco es razonable hacer el primo cediendo a la presión de quienes intentan abusar de nosotros.
Y es que viene al caso poner de relieve una vez más la importancia de la gratitud, no solo como actitud ante la vida, que nos hace conscientes de las bendiciones de las que somos objeto todos los días, muchas veces a través de las buenas obras de los otros, sino también como expresión de reconocimiento hacia quienes se vuelcan en nosotros.
Si bien actuar bien tiene su recompensa en sí mismo, aportándonos gran alegría (no es frecuente que quien actúa de buen corazón persiga el agradecimiento ni la reciprocidad) es también cierto que quien no es capaz de valorar lo que recibe, quien nos utiliza para obtener lo que desea y luego nos olvida, quien es inclusive capaz de tomar en posición en nuestra contra, no merece todo lo que le hemos dado.
No somos jueces. Nuestro asunto es actuar nosotros bien, en coherencia y en serenidad. Pero ¿será justo seguir prodigándonos en aquellos que ni siquiera son capaces de vislumbrar lo que están recibiendo, que se nutren con nuestras dádivas para avasallar a otros, y que les parece natural recibir como si se lo merecieran?
Nos tocará revisar lo de setenta veces siete, así como valorar si estamos actuando como hermanos, o haciendo el primo.
linda.dambrosiom@gmail.com
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