Decía, Octavio Paz, que la defensa de la poesía es inseparable de la defensa de la libertad; de ahí su interés apasionado por los asuntos políticos y sociales que han agitado nuestro tiempo. Según Octavio Paz, desde el alba del mundo moderno, el particular canto del poeta, sin cesar de ser canto, se ha vuelto reflexión y crítica. Me ha parecido oportuno recordar lo dicho por el eximio vate mexicano, porque la literatura y la poesía no son sino una de las formas que asume la expresión del pensamiento, ciertamente más elegante y más estética que la prosa, pero no por eso menos cargada de ideas. Escribo estas reflexiones al enterarme de la detención de la escritora Milagros Mata Gil y de su esposo, el poeta Juan Manuel Muñoz, acusados de “instigación al odio”, por publicar un comentario satírico de una fiesta de bodas en la que participó un alto funcionario del régimen. Ambos ya están en libertad -o casi-, a condición de renunciar a parte de su libertad de expresión, y guardar silencio sobre el objeto de su comentario.
Los ataques a la libertad de expresión no son nuevos en estos años de “revolución bonita”. Periodistas, intelectuales, humoristas, defensores de derechos humanos, y un largo etcétera, ya han sido víctimas de la arremetida sistemática de quienes, haciendo uso arbitrario del poder público, pretenden convertir a Venezuela en un cuartel, en el que lo único que se pueda decir es: ”¡Sí, mi comandante!”. No es extraño que ahora fuera el turno de un poeta y una novelista.
Cada cual es dueño de hacer con su dinero lo que le plazca. Pero, en medio de una Venezuela empobrecida, era perfectamente legítimo comentar la celebración de una fiesta ostentosa, a la que asistía un alto funcionario del Estado. Además, la pandemia, que está poniendo a prueba nuestro sistema de salud pública, con medidas sanitarias que exigen distanciamiento social y precauciones para evitar nuevos contagios, hacía pertinente mencionar el número de personas contagiadas como consecuencia de esa fiesta, incluso si la cifra indicada no era correcta. Que ese relato se hiciera en forma satírica, o que pudiera gustar o no gustar a más de alguien, no le resta interés público, ni lo hace menos apropiado.
Homero, el primer poeta del que se tenga memoria, criticaba sin temor a los arrogantes, “que se creen grandes y poderosos porque frecuentan la compañía de gente pequeña y villana”; pero lo cierto es que, en la Venezuela de hoy, quienes se imponen son los villanos. En un país desbordado por el hampa, la guerrilla, el narcotráfico, y la corrupción administrativa más escandalosa, sorprende la diligencia para detener a un poeta y a una novelista, por un comentario que, posiblemente, ya estaba en boca de muchos, y que, sin causar daño, nos ha advertido de lo que estamos haciendo mal.
En el siglo de oro de la literatura española, Francisco de Quevedo, burlándose del Conde Duque de Olivares, comenzaba uno de sus poemas con “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una alquitara medio viva, érase un peje espada mal barbado”. Y así seguía. Pero, a pesar de la importancia que los españoles atribuían al sentimiento del honor, hubiera sido ridículo imaginar al Duque de Olivares corriendo a los tribunales para que restablecieran su honor mancillado.
En 1594, William Shakespeare, en su drama Enrique VI, puso en boca de uno de sus personajes el juicio más categórico que alguien podía formular en contra de los abogados, y que, implacablemente, ha colgado sobre nuestras cabezas durante más de cuatro siglos: “Lo primero que debemos hacer es matar a todos los abogados”. Hubiera sido impensable que el equivalente al colegio de abogados de la época hubiera presentado una querella en contra de Shakespeare, por “instigación al odio”. Después de todo, esa frase, en boca de un carnicero unido a un grupo de facinerosos, dicha a un sedicioso y demagogo que se aprestaba a formar un gobierno tiránico, era el mejor homenaje que se podía rendir a los abogados, que (con las excepciones de siempre) constituían un obstáculo para los gobiernos despóticos.
Tampoco los jueces han sido bien tratados por la literatura. En Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift se deleitó describiendo la corrupción de la justicia, y afirmó que no corresponde a su naturaleza y a su oficio el que los jueces actúen correctamente. Asimismo, para poner de relieve el carácter venal de los jueces, Quevedo escribió ese famoso poema que dice: “¿Quién los jueces con pasión, sin ser ungüento, hace humanos, pues untándoles las manos, les ablanda el corazón? ¿Quién gasta su opilación con oro y no con acero? El dinero”. Pero ni Jonathan Swift ni Quevedo fueron víctimas de la furia de los jueces, invocando un supuesto discurso de odio. Todo indica que, en tiempos pasados, sin tantas garantías constitucionales, había más respeto y más tolerancia por la crítica social, y por las ideas de otros.
En un poema dedicado a Gabriel González Videla, un expresidente chileno que, desde su cargo, hizo aprobar una ley semejante a “la ley del odio”, Neruda le llamó “vicioso traidor”, que hablaba “detrás de una cortina de bayonetas”, “perro mentiroso” y “degradado insaciable”. Eso sí era fuerte y directo. Pero Neruda estaba en el exilio, lejos de las garras vengadoras de un dictador que pudiera silenciarlo, y podía expresarse con libertad sobre un asunto de interés público, como es el carácter de un gobernante. Sin quedarse atrás, en uno de sus poemas, Eduardo Galeano decía que “los militares están en guerra contra sus compatriotas”, y que “los policías no combaten los crímenes, porque están ocupados en cometerlos”. En la Venezuela de hoy, en la que -técnicamente- no hay pena de muerte, ¿cuántos años de cárcel le hubieran correspondido a Neruda o a Galeano?
A pesar de la alta estima en que siempre se les ha tenido, los poetas y los literatos no tienen prerrogativas especiales sobre el resto de los ciudadanos; pero tampoco tienen menos derechos. En democracia, la literatura y la poesía son una forma de expresión amparada por la garantía de la libertad de expresión. Según la Corte Europea de Derechos Humanos, la libertad de expresión protege no solamente la sustancia de las ideas y de la información expresada, sino también la forma en que ella se transmite. Puede agregarse que, para ser libertad, la libertad de expresión no está sujeta a las condiciones que -al margen de la Constitución y de la idea misma de la libertad- determine un juez cualquiera, para complacer a sus amos e imponer el silencio a quienes no piensen como los gobernantes de turno. En democracia, no hay espacio para leyes que -con el pretexto del odio o la difamación de figuras públicas- criminalicen la protesta social, la disidencia política, o la difusión de ideas e informaciones de cualquier tipo. La transparencia en el manejo de los asuntos públicos requiere de un debate franco y abierto. Por eso, cuando se recupere la democracia en Venezuela, la primera tarea debería ser derogar la ley del odio, la ley de responsabilidad civil en radio y televisión, los delitos de vilipendio, y la anunciada ley para regular las redes sociales.