Según se esperaba, el tiempo político en Venezuela opera hoy como una guillotina. Los lapsos del cronograma electoral de cara al 28J se consumen de manera acelerada, imponiendo una dinámica agobiante en términos de respuestas a los dilemas que la elección autoritaria suele plantear a la oposición. A pesar del deseo de cambio que las propias primarias dispararon y la alta disposición a votar de un electorado hoy persuadido por la posibilidad de desafiar electoralmente al PSUV (según Delphos: 80% está dispuesto a votar; 70% cree que no debe abandonarse esa ruta), la oposición agrupada en la PU sigue sin definir un candidato unitario, atrapada en el viejo ovillo de las intransigencias y los antagonismos internos. La decisión se presenta de nuevo atascada entre la visión pragmática y la estigmatización suicida del candidato “potable”. Entre la participación en condiciones adversas y la resistencia a hacerlo en un evento que, sin garantías plenas para opositores, podría juzgarse como “ilegítimo”.
En paralelo, otros tiempos corren, con similar ferocidad. Sobre la negociación internacional, a duras penas mantenida y evidentemente quebrantada, pende una espada de Damocles. El límite propuesto por los EE.UU. para decidir si se mantiene o se revoca el alivio temporal de sanciones que implicó la Licencia General No. 44 de la OFAC (lo cual dependía del cumplimiento, por parte del gobierno de Maduro, de lo acordado en Barbados) añade elementos de presión adicional a este panorama. ¿Qué papel jugará el retiro o mantenimiento de la “zanahoria” en todo este proceso? ¿Cuánto pesará sobre la suerte de la negociación y la elección esa eventual vuelta del garrote sancionatorio?
Conscientes del riesgo de desmontar un espacio de diálogo, influjo y coordinación multilateral en circunstancias críticas para la región, incluso gobernantes tradicionalmente afines a las posturas ideológicas del chavismo como Petro, Lula da Silva o López Obrador, han salido al ruedo para cuestionar medidas como las exclusiones selectivas de candidatos y tarjetas. Petro decidió ir más allá: viajó a Caracas para conversar con Maduro y Rosales, y habló de una mediación colombiana. Por supuesto, se trata de actores operando dentro y desde la lógica de sistemas democráticos. Cabe esperar, no obstante, que esa antigua ascendencia mantenida a punta de un delicado juego de política exterior, pueda ayudar en algo a contener la desmesura autoritaria del vecino. Aun cuando los frutos de la negociación hoy luzcan anémicos, si algo no conviene sacrificar es la influencia que dichos gobiernos pudiesen seguir ejerciendo sobre los sancionados y díscolos (¿ex?)socialistas del siglo XXI.
Precisamente: a propósito de la potencial reimposición de sanciones internacionales, de sus cuestionables contribuciones a la meta del cambio político en países destinatarios, resurgen las viejas advertencias sobre las limitaciones de su eficacia. Tras los cuerazos de la disparatada estrategia de “máxima presión” y el tremebundo aviso de que “todas las opciones están sobre la mesa”, el gobierno venezolano hizo gala de resiliencia y capacidad para responder con adaptaciones que, lejos de debilitarlo, terminaron blindando su permanencia en el poder. Así, acabamos asistiendo a otra confirmación de las conclusiones que arroja la bibliografía especializada, apelando a ejemplos emblemáticos como los de Cuba, Irán, Rusia o Zimbabue, entre otros. Por un lado, que sólo en un tercio de los casos las sanciones logran cambiar el comportamiento de los gobiernos. Por otro, que el relativo porcentaje de éxito es muy inferior cuando la meta consiste en impulsar la mudanza desde un régimen autoritario hacia uno democrático (G.C. Hufbauer et al, Economic Sanctions Reconsidered, 2007). El potencial dolor que buscan provocar las sanciones acaba endosado, en la mayoría de los casos, a la población, más que a élites que se aferran al poder.
“Quienes proponen sanciones deberían ser especialmente sensibles a la perspectiva de un fracaso catastrófico”. Según apunta Daniel Drezner al explicar los problemas relacionados con la aplicación de sanciones estadounidenses en el caso de Irán (“How not to sanction”, 2022), la falta de articulación de demandas claras y consistentes hacia países destinatarios de estas medidas conducirían a reivindicaciones difusas. En ese caso, dice Drezner, cualquier potencial negociación se torna difícil o imposible. “El problema obvio de la negociación al buscar un cambio de régimen es que socava la negociación coercitiva. Desde la perspectiva del sancionado, no tiene mucho sentido negociar si la intención de la otra parte al imponer condiciones económicas es poner fin al control del poder político”.
En medio de esa paradoja, la de ejercer presión-coacción-restricción-disuasión aspirando a disputar un bien que el presionado percibe como un todo innegociable, no se puede decir que en caso venezolano las sanciones no han tenido impacto. No es el impacto que originalmente se buscaba, sin embargo. A partir de la imposición de las sanciones sectoriales de 2019, el gobierno venezolano no sólo implementó una serie de medidas económicas para contrarrestar sus efectos, sino que logró ponerlas a su favor. En término de narrativas y excusas para sus propios fracasos políticos, para el hostigamiento de rivales acusados por “traición a la patria”; de la cohesión de huestes descontentas y -muy importante- de la creación de incentivos para asegurar el apoyo de factores que legitiman de facto el ejercicio de poder, las sanciones fueron lecciones de supervivencia. Se confirma así uno de los datos que también recogen los estudios: en atención a la curva de aprendizaje que fomentan estas dinámicas, las sanciones tienden a volver a los regímenes no más, sino menos democráticos.
En lo económico, quizás el efecto tiende a ser más dramático. El viraje en la economía se tradujo no en liberalización democrática, sino vertical y focalizada. Una transición caótica desde el modelo rentista-socialista que preconizaba el Plan de la Patria, a una forma de capitalismo patrimonial con regulación arbitraria. Esto ha redundado en la consolidación del poder y, al mismo tiempo, en la garantía de transferencia de recursos y creación de oportunidades de mercado a nuevas élites. Una flamante criatura que no excluye intervención estatal, y que niega a los individuos derechos políticos y económicos esenciales.
Como resultado, la correlación de fuerzas exhibe una asimetría que persiste, que se ha profundizado. Y esa realidad, sabemos, pesa particularmente en la negociación. Frente a ese interlocutor relativamente libre de amenazas que escapen de su control, contrapuntea una oposición que luce descolocada, poco hábil para coordinarse y responder oportunamente a la incertidumbre institucional creciente. Malbaratar el potencial del voto masivo, la mejor ventaja con la que se puede contar incluso de cara a una elección autoritaria, parece así un riesgo en ciernes.
Las preocupaciones se disparan a raíz del nuevo deadline, la próxima guillotina: el inminente vencimiento de la licencia general No. 44. El giro en el enfoque coercitivo, la presión “positiva” por cambios sustantivos en condiciones que favorezcan la alternancia, no termina de surtir efecto. A pesar de que el gobierno parece mostrar todavía algún interés en no abandonar la mesa, en estirar el aumento modesto de la producción petrolera (12% en 2023) ajustándose muy mañosamente a los límites del acuerdo, no luce comprometido con el diseño de la serie de garantías que nivelen oportunidades para ganadores y perdedores en la elección, sean quienes sean. Cabría preguntarse, también, si más allá de la coyuntura electoral, se ha invertido suficiente energía e imaginación en arreglos destinados a bajar costos de un eventual traspaso de poder, garantizar la seguridad mutua de no-destrucción y los términos de una cooperación que no ponga en riesgo la gobernabilidad. El poder sigue siendo un bien demasiado dulce, demasiado costoso de perder, en fin.
@Mibelis
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