En el año 2016 me mudé a la ciudad de Cambridge, Londres, por motivos circunstanciales. Entraba el invierno con toda su fuerza. Las lecturas en inglés se fueron incrementando a medida que iba conociendo el idioma rudamente. En los primeros años de mi llegada a Londres me dedicaba a lecturas fáciles; el periódico y a novelas sin muchas páginas, de un tema ligero, casi para niños.
Aquel invierno era castigador para cualquier cuerpo extranjero que tuviera poco tiempo en el país. Cuando los días eran oscuros, lluviosos y había un frío que penetraba hasta los huesos, siempre me consolaba recordando las playas caribeñas y no tan caribeñas donde habían estado.
Desde niño siempre me ha gustado el mar. Aquellos hombres de pueblo lancheros, casi todos: de Choroní y de Ocumare de la Costa, en Venezuela, me enseñaron a amar el mar, a respetarlo y, lo más importante, a cuidar la playa de la peste del plástico que algunos ignorantes arrojan, creyendo que no hace ningún daño.
Siempre me parecía interesante cómo se veían aquellos barcos enormes, que a lo lejos parecían como juguetes pequeños, que se deslizaban siguiendo una línea; y veía cómo los mayores fielmente, antes de meterse al agua, mojaban un poco la mano izquierda y se persignaban, como haciendo un ritual sagrado, en respeto a ese mar grande y ajeno para ellos.
La primera vez que probé la carne de culebra fue con dos amigos lancheros: Ángel, pero todo el mundo le decía “Calanche”; y Carlos, cuyo apodo era “Guarapita”, porque era preparador y cuidador de la tradición de preparar aquella bebida maravillosa y bárbara, compuesta de cualquier fruta natural y aguardiente. Grandes comedores de serpientes y de pescado, bailaban tambor a luz de la luna, como lo hicieron sus antepasados y seguramente lo van a hacer sus hijos también.
Aquellos recuerdos me venían a la mente cada vez que una brisa gélida me golpeaba en la cara. En Cambridge mis recorridos eran casi siempre los mismos: la cafetería, las librerías de segunda mano, el teatro y una que otras veces me acercaba al cine, a ver las ofertas cinematográficas, que casi siempre me decían que Hollywood está en decadencia, sin ningún ánimo de mejorar.
Era un miércoles y el tiempo estaba complaciente para el mercadillo que en el pleno centro de Cambridge hacía funciones los martes y los sábados. En aquellos tiempos, pequeños artesanos colocaban sus obras a la venta, libreros vendían libros de segunda mano y había uno que otro quiosco de venta de comida.
Fue en ese mercadillo donde encontré The Mirror of the Sea (El espejo del mar) de Joseph Conrad. Lo compré sin dudar y de inmediato me entregué a la lectura, descubriendo el mar, a pesar de que pensaba que lo conocía casi todo en mis tantos días en él.
Desde muy niño he tenido esa gran pasión por el mar, como cualquiera de las grandes pasiones que los dioses inescrutables envían a los mortales. Esa inmensidad que es la cuna del tráfico de ultramar y del arte de los combates navales, la aventura y la gloria siempre me han deslumbrado y seguirán haciéndolo: El espejo del mar: el libro es la íntima revelación de los términos de la relación que tenía Conrad con las aguas. Joseph Conrad subyugado, pero no abatido, se rindió por completo al mar, algo se puede notar fácilmente en toda su obra: Las locuras de Almayer, Un vagabundo de las islas, El pirata, Entre la tierra y el mar. Podemos ver que Conrad era un amante constante de este, más allá de la línea del horizonte marino. Conrad vivió con pasión toda su existencia, deseando permanecer en el mar, solo, sin renunciar a toda esperanza de mantener contacto con sus semejantes, viendo cómo los barcos que van y vienen marcan el ritmo del vaivén de la vida.
Quizás no tenga más nada que decir de Conrad que no se conozca, pero El espejo del mar es un libro lleno de sucesos de su vida; sucesos fortuitos en una embarcación. El libro es una confesión completa de sus emociones, de sus convicciones, de su carácter, del mar imperecedero, de los barcos que no existen y de los hombres sencillos cuyo tiempo ya ha pasado.
Comenzaba a nevar y el frío se hacía más amenazador, pero gracias a Conrad y su libro en mis manos, sumergido completamente en él, sentía que estaba en el Caribe, con mi pequeño carrete, intentando pescar cualquier cosa, contemplando el mar como lo he hecho desde niño.
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