Ricardo Gil Otaiza: Gabo

Termino de leer un libro maravilloso, que un entrañable amigo me prestó, se trata de Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, 2013), de Plinio Apuleyo Mendoza, uno de los mejores amigos de Gabriel García Márquez, y por esas cosas de viejo lector, por cuyas manos han pasado miles de ejemplares, creo haberlo leído en otra edición, pero la busqué hasta la saciedad en mis anaqueles y nada que pude encontrarla, así que me resignaré a tener que devolver hoy mismo el ejemplar al amigo que confió en mí, quien a su vez fue objeto de la confianza del verdadero dueño, que le prestó el libro con muchas especificaciones acerca del cuidado que debía tener para que no se deteriorara, y debo confesar que lo leí con sutileza: no me atreví ni a sacarlo de casa como suelo hacer con mis libros, que van conmigo a todas partes, y que están expuestos a los vaivenes propios del vivir.

En este libro Apuleyo Mendoza cuenta con gratísima prosa los inicios de su amistad con el Gabo, de las mil vicisitudes afrontadas en los diversos destinos que compartieron como periodistas, y detalla cada una de las etapas de la escritura de las más importantes obras de quien, muchos años después, se consagraría definitivamente con el Premio Nobel de Literatura. Pero lo más llamativo en esta obra, y quiero resaltarlo, es la similitud de la narrativa del autor del libro con la de su admirado amigo: es más, siento que no hay calco alguno, ni siquiera una imitación deliberada, sino una suerte de contagio que lo lleva a utilizar expresiones y adjetivos que son universalmente conocidos por quienes admiramos al gran fabulador de Aracataca: la descripción de las personas y de los paisajes, así como de las divertidas o tristes situaciones, es algo así como sufrir la intensidad de un Déjà vu, que nos lleva a jurar una y mil veces que lo contado por Apuleyo Mendoza fue narrado exactamente por el Gabo a lo largo de su espléndida obra.

Ahora bien, reflexionando un poco, y habida cuenta de lo estrecha que fue aquella amistad, que los llevó a compartir en las más desesperadas situaciones, a pasar hambre pareja, a revisarse y comentarse los textos, a contarse las más hondas intimidades, a dormir en las mismas pensiones y hoteles, a apadrinarse los hijos, podríamos preguntarnos, no sin sorna: ¿quién imitó a quién?, porque no me vengan a decir que en una estrecha dialéctica como aquella no había intercambio de pareceres y de ideas, y hasta de humores, y es posible que entre ambos surgieran voces acompasadas, dichos y refranes, giros gramaticales y atavismos comunes, mucho más cuando se trataba de dos colombianos errantes por el mundo, que si bien procedían de regiones antagónicas (una fría y la otra ardiente), lo que los marcó definitivamente, en muchas circunstancias corrieron iguales destinos y peligros y abrazaron similares sueños: el Gabo ya llevaba en su cabeza el magma de Cien de años de soledad y tenía bastante adelantada una versión inicial de El otoño del patriarca, pero no hallaba el tono para narrarlas, no sabía cómo articularlas, mientras que Apuleyo Mendoza sufría porque también quería escribir, sentía que tenía mucho por contar, y el estar con el Gabo, cuya vida giraba en torno de la máquina de escribir y de sus historias, lo impregnaba de un halo literario del que era difícil escapar.

A pesar de lo estrecha que era aquella amistad, y que estuvo a prueba en las más complejas circunstancias, había una brecha entre ambos, y era el aspecto político e ideológico, porque si bien es cierto que ambos abrazaron a la revolución cubana y vivieron la exaltación de aquel pueblo, que salía de una cruenta dictadura para adentrarse en un proyecto supuestamente liberador, poco a poco se percataron de que aquello derivaba en una especie de régimen muy similar al vivido en los países de la Europa del Este, y aquel conocimiento no les llegaba por la vía de los teletipos (de las redacciones de los diarios en los que trabajaban), sino que ellos mismos emprendieron un largo viaje por dichas naciones, y pudieron vivir de cerca la realidad. Y si a esto se aúna el famoso caso del poeta Padilla, apresado por el régimen cubano, que marcó un antes y un después en la visión romántica que muchos de los escritores tenían de la revolución, entre ellos Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Jorge Edward, quienes tomaron distancia; otros no lo hicieron, como fueron García Márquez y Julio Cortázar, quienes siguieron apostando a la revolución cubana hasta el final de sus días.

Por cierto, Apuleyo Mendoza jamás perdió el visor de la realidad, nunca estuvo obnubilado por el “encanto” de Fidel Castro, y su posición era crítica frente a los desmanes que se cometían, y que el resto aplaudía como algo necesario para blindar al proceso de las arremetidas de su más peligroso enemigo: los Estados Unidos. Ahora bien, el Gabo tampoco le firmó al régimen, y mucho menos al partido, un cheque en blanco, sino que estuvo atento y dispuesto a interceder a favor de los presos políticos, a terciar en medio de duras circunstancias, gracias a su cercanía con el poder. No obstante, había temas que en respeto a su hermandad preferían no tocar, sobre todo desde que Apuleyo Mendoza se atrevió a firmar por el Gabo la carta que algunos escritores le remitieron a Fidel en defensa del poeta Padilla, y cuya firma el Gabo no tardó en echar para atrás, dejando muy mal parado a su buen amigo y compadre.

rigilo99@gmail.com

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