La memoria de los pueblos es corta, y esto sucede incluso en una época donde la escritura, nacida precisamente -según lo que Platón relata de Sócrates en el diálogo Fedro– para guardar registro de las ideas y hechos, se ha convertido virtualmente en una adquisición de toda la humanidad, aún en pueblos, como al que nos toca referirnos, donde la oralidad sigue ocupando espacios significativos. Lo cierto es que a Joe Biden le ha tocado cargar con todas las culpas de la desastrosa retirada de las tropas norteamericanas en Afganistán. Y aunque sea obvio que él debe cargar con su respectiva cuota, es de honor al analizar el tema recordar que fue Donald Trump quien en febrero de 2020 firmó el Acuerdo de Doha donde se estableció el lapso de 14 meses para el retiro, y que en su momento reputados analistas asiáticos comentaron que no fue un acuerdo de paz sino un acuerdo de rendición.
La mención a la memoria de los pueblos es pertinente no solo por esa especie de regalo envenenado que Trump le dejó a su sucesor, sino por el olvido de que la sucesión de actos infortunados viene desde el momento mismo de la invasión de Afganistán por George Bush en octubre de 2001, con la excusa de localizar a Osama bin Landen y Al Qaeda, responsables del atentado del 11 de septiembre. En aquel momento las élites norteamericanas, reflejadas en eso que se ha denominado el complejo militar-industrial, concibieron y empezaron a aplicar la Doctrina de la seguridad preventiva (a la postre, Doctrina Bush), que no solo reclamó el derecho a atacar a los países sospechosos de proteger y/o financiar a grupos terroristas, sino que promovió vehementemente a la democracia como sistema de gobierno. Desde entonces, y hasta la época de Trump, puede decirse que la política norteamericana revoleteó -más allá de algunas rectificaciones de Obama- sobre dos presupuestos: una especie de derecho imperial, que generaba cierto estado de excepción internacional, y el impulso a la globalización de la democracia. Los recientes acontecimientos de Kabul parecen decirnos que ambos entraron en crisis o sencillamente fenecieron.
Ese singular derecho imperial estuvo inspirado, indudablemente, en la hegemonía unipolar que privó en el mundo después de la desintegración de la Unión Soviética y del bloque socialista en general: Estados Unidos y Occidente quedaron reinando solos, imponiendo sin mayores restricciones sus agendas en el campo económico y político (el neoliberalismo, recordemos, tuvo su momento dorado a partir de Reagan y Thatcher). En ese clima George Bush -como se dice, sobrado- no tuvo empacho en emprender la invasión a Afganistán, pese a los malos augurios que se formularon desde que hizo sus anuncios, pues ya los soviéticos habían mordido el polvo de la derrota.
Pero entrando apenas en el nuevo milenio esa breve pax romana empezó a perder sustentación debido a la emergencia imparable de China, la nueva fábrica del mundo, que después de dos décadas está a punto de desplazar a Estados Unidos como la primera economía global, a la par que ha aumentado su influencia por todo el orbe, labor en la que se apoya en potencias medianas pero con un alto poder desestabilizante, como Rusia, Irán y Turquía. La época de las invasiones parece haber terminado, y todo apunta a que ahora solo tendrán cabida intervenciones o apoyos armados puntuales, limitados y quirúrgicos como se vio en el caso de Obama en Siria. Este nuevo escenario tomó más fuerza con Donald Trump, que virtualmente echó a un lado la Doctrina de la seguridad preventiva y desarrolló una perspectiva más modesta de la política exterior norteamericana, abandonando de hechos espacios tradicionales y compromisos contraídos por sus predecesores.
A la luz de la experiencia de Afganistán y de otras experiencias, luce también evidente que la política de globalizar la democracia liberal no ha funcionado ni funcionará. En esto el establishment norteamericano ha sido quizás mas terco y persistente, seguramente porque es más difícil de analizar y evaluar el progreso en los avances de una política de este tipo, y se esperan márgenes considerables de tiempo para ver su evolución. Pero lo que ha pasado con la Primavera Árabe nos da un insumo muy claro del fracaso de intentar imponer a una nación regímenes de gobierno que no son compatibles con sus tradiciones de ordenaciones de mando (como diría Weber), su cultura y sus normas morales: solo en Túnez se han logrado algunos avances en las reglas de la civilidad democrática. En Egipto ha proseguido la deriva autocrática de siempre, mientras que Siria e Irak han entrado en la vorágine del caos y la guerra civil.
En este contexto, el futuro no parece muy halagüeño para la pretensión de extender a todo el orbe el ideal democrático, pues este mundo se vislumbra dominado por un nuevo hegemón -China- signado por una cultura jerárquica e imperial (pese a que ha pretendido desde mediados del siglo XX seguir los pasos del republicanismo occidental), y marcado, por otra parte, por toda la variedad de nacionalismos y etnicismos que están eclosionando desde finales del siglo XX. Acaso el surgimiento de autoritarismos de nuevo tipo en los tiempos actuales (que tocó las puertas de la mismísima democracia norteamericana) es solo una muestra de los cambios que toman cuerpo.
El hecho de que el propio Fukuyama haya revisado su tesis del fin de la historia, valorando los aspectos positivos en las cultura asiática -entre otras- nos muestra la importancia de que Occidente abandone su soberbia y empiece a valorar y respetar la diversidad de culturas. A su favor tiene el hecho de que en muchas regiones del mundo -como el caso de América Latina- el ideal republicano y democrático se ha asentado desde hace décadas, pese a los recientes contratiempos y retrocesos.
Acaso haya que volver los ojos a las teorías aristotélicas, que planteaban que las formas de gobierno monárquica, aristocrática y democrática podían ser buenas y virtuosas para sus pueblos, siempre que no mutaran en tiranía, oligarquía, y demagogia (¿cómo no recordar la actual demagogia venezolana?) que él consideraba las respectivas perversiones o formas malas de las primeras, ya que no se llevaban por el interés público y no contaban con el consentimiento del pueblo. A la luz de los presentes escenarios, luce que en adelante la promoción de la democracia deberá realizarse de manera mucho más prudente e inteligente.