El 16 de mayo, la directiva de la Convención Nacional chilena entregó el borrador de una nueva Constitución, después de 10 meses de largas deliberaciones y constantes polémicas en la opinión pública. Viene ahora un proceso de revisión y correcciones a cargo de una Comisión de Armonización, que deberá entregar el texto final en julio, para ser sometido a un plebiscito decisorio en septiembre. Hasta aquí todo parece normal, siguiendo el rumbo previsto. Pero resulta que, según las últimas encuestas, la suerte de la nueva carta magna está pendiendo de un hilo: en este momento, 45% de la población votante rechaza el texto presentado, y solo 37% lo aprueba. Este rechazo es simultáneo al aumento de la desaprobación del presidente Boric, que escaló a 57%, cuando no llega todavía a los tres meses de gestión.
@fidelcanelon / El Nacional
¿Qué ha pasado para que más de la mitad de 80% de los chilenos que en 2020 votó a favor de una nueva Constitución, ahora no apoye el proyecto elaborado? No hay que conocer las intimidades diarias de la política chilena para deducir, gracias a las informaciones que trascienden a diario, que se ha producido una enorme polarización con respecto al contenido del proyecto constitucional, que, a su vez, ha alimentado la masiva circulación de fakes y desinformaciones, llenando de confusión a la opinión pública. Algunos planteamientos sin duda han contribuido a generar preocupaciones y desconfianza, como la propuesta de unos pocos constituyentes de eliminar los tres poderes del Estado y establecer el gobierno de una Asamblea plurinacional (algo así como un Soviet Supremo remozado y actualizado), entre otras ideas de corte radical que han alcanzado un desmerecido impacto comunicacional, pues han sido expuestas por constituyentes en solitario o grupos muy pequeños, estando muy lejos de haber sido consensuadas dentro de las distintos grupos y corrientes que hay en la Asamblea.
En general, el borrador constitucional es mucho más moderado y equilibrado (con las excepciones que ya mencionaremos) de lo que mediáticamente ha trascendido causando escozor en el país y en la opinión pública latinoamericana e internacional. El proyecto pone un importante énfasis en los derechos sociales, la educación y la salud pública, dejando a un lado el cariz neoliberal de la Constitución vigente -aprobada por Pinochet en 1980- y cumpliendo con lo que podría decirse fue una exigencia de la sociedad chilena en los últimos años, que se hizo evidente en varias oleadas de intensos conflictos sociales, la última de ellas en 2019.
Se puede estar o no de acuerdo con este énfasis, pero si somos demócratas, hay que respetarlo, pues es indudable que responde a un deseo de las mayorías chilenas, refrendado con la elección de Boric, aparte de que el Estado de bienestar es una concepción arraigada en la mayor parte de las naciones del mundo desde los tiempos de Roosevelt y Keynes, independientemente de que ha tenido sus idas y venidas, sus virtudes y sus excesos, sus éxitos y sus fracasos.
En lo que respecta a la arquitectura del Estado, puede decirse que el texto mantiene en líneas generales los rasgos principales de la teoría liberal de gobierno, con su división de poderes y sus controles y contrapesos. No se ha eliminado el bicameralismo, como en algunas informaciones se ha sugerido, sino que se sustituyó el Senado por una Cámara de las regiones, quitándole algunas de sus competencias tradicionales para poner el acento en la vocería y la representación propia de las regiones y localidades.
Para quienes se han adelantado a acusar al borrador constitucional de seguir la senda de la ideología chavista, es importante hacer notar que la concepción democrática que maneja no es la de la democracia “participativa y protagónica”, sino la representativa a secas -sin adjetivo calificativo alguno- aunque, comprensiblemente, plantea (artículo 3) que el Estado debe garantizar la inclusión de los distintos grupos en las políticas públicas y en el proceso de formación de leyes, “mediante mecanismos de participación popular y deliberación política”. En lo que respecta al punto del mandato presidencial -de interés primordial en medio de una región donde ha cundido una fiebre de reelecciones sucesivas e indefinidas, personalismo político de por medio- el borrador ratifica el período de 4 años vigente, con la posibilidad de una sola reelección inmediata (artículo 48). Actualmente, el presidente puede aspirar nuevamente, pero con un período de por medio, lo cual fue establecido en la reforma constitucional aprobada en 2005.
Ahora bien, indudablemente hay puntos polémicos del proyecto, que, de alguna manera u otra, han azuzado este clima de polarización y desacuerdos, y que tienen que ver con temas relativamente nuevos para la teoría democrática y para el debate constitucional moderno: son los relativos al reconocimiento de los pueblos indígenas y la identidad de género.
Con respecto al primero, se establece que “Chile es un Estado Plurinacional e Intercultural que reconoce la coexistencia de diversas naciones y pueblos en el marco de la unidad de Estado”. Respetando las opiniones divergentes, en lo particular nos parece que la Convención está subsanando una deuda histórica que tiene Chile -así como la mayoría de los Estados modernos- con los pueblos originarios, cuyas demandas han sido desdeñadas y reprimidas desde mucho tiempo atrás, destacando sobre todo el conflicto de con la etnia mapuche. Pensamos que es totalmente erróneo enfocar esto desde el punto de vista de una apuesta ideológica. No solo Venezuela, Bolivia y Ecuador han reconocido los derechos indígenas; la mayoría de los países latinoamericanos – incluyendo, por ejemplo, México, Perú, Argentina- los ha reconocido en sus constituciones o en diversos tratados e instrumentos legales.
Esta reivindicación ha avanzado mucho en todo el mundo, y, no en balde, en 2007 se aprobó la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, que debería ser de lectura obligatoria para las élites más conservadoras y reacias de Chile y el continente.
Se nos hace, sin embargo, que tanto o aún más polémico que los derechos indígenas es el tema de los asuntos de género. Ya en 2019 el mundo observó sorprendido la diversidad y riqueza de las expresiones de género dentro de la sociedad chilena, al punto de legar una especie de himno universal del feminismo (o al menos de sus versiones más radicales): “El violador eres tú”. En correspondencia seguramente con ese espíritu, puede decirse que la Constitución transpira a lo largo de muchos de sus articulados y secciones, esas demandas, que en muy pocos países han llegado tan lejos. De hecho, si se le puede buscar un calificativo a la concepción de la democracia presente en el borrador, sería quizás el de democracia paritaria, como se deduce de la disposición (artículo 1) que establece la composición paritaria de género de todos los organismos de representación.
Para no extendernos más en un punto que exige un tratamiento detenido y cuidadoso, parece claro que en Chile un sector importante de la sociedad -que ha se hecho mayoritario al calor de los conflictos sociales de los últimos años- ha migrado con mucha intensidad y pasión a lo que podemos llamar la política de las identidades. Pero al costo de impugnar los valores y la cosmovisión de otros conglomerados importantes. Y la experiencia señala que la mejor constitución es la que es consensuada, con matices aquí y equilibrios allá. Está por verse, en fin, si la Convención Constituyente logra cumplir adecuadamente el mandato para el cual fue electa.