Fidel Canelón: Barinas y el escenario que viene

Vistos fríamente y con la distancia que los maltrechos lentes de las ciencias sociales y políticas contemporáneas nos permiten, los resultados del 21 de noviembre arrojan, hasta el momento, dos lecturas paradójicas: por una parte, un progreso muy limitado pero al mismo tiempo muy significativo en el objetivo de rescatar la transparencia, confiabilidad y equilibrio de los procesos electorales, de lo cual son expresión, entre otros elementos, la presencia de los rectores Picón y Márquez, la participación como observador – por primera vez desde 2005- de la Unión Europea, y el efectivo control de los puntos rojos que se pudo constatar en la jornada electoral; y, por la otra parte, el regreso a las peores etapas de las prácticas de arrebato y confiscación de la voluntad popular (2017, 2018, 2020) con el respectivo resquebrajamiento de la instituciones del Estado, como se manifestó con los sucesos de Barinas, todavía en pleno desarrollo.

Pareciera que el régimen, como aquel Dios romano Jano, tiene dos caras: una que mira hacia adelante, buscando iniciar -consciente de sus debilidades y de sus enormes limitaciones- una nueva etapa, la cual estaría focalizada en las metas fijadas en el interrumpido proceso de negociación en México, y otra cara que mira hacia atrás, añorando el caos social y el autoritarismo rampante, que han colocado al país a la cola del desarrollo económico y de la justicia social en América Latina y el mundo.

Los motivos del arrebato de Barinas son difíciles de discernir en medio de la opacidad característica del régimen. Se han especulado varias razones y seguramente hay algo de verdad en cada una de ellas: el carácter simbólico del estado, un mensaje contundente contra el revocatorio antes de que empiece a levantar muchos entusiasmos, un frenazo al proceso de apertura político ante el deslave de alcaldías perdidas, el miedo a perder el control de pingües negocios del narcotráfico y demás ilícitos, y, último, pero no menos importante, las luchas intestinas dentro del PSUV.

Una cosa está clara: culminado el proceso electoral del 21 de noviembre, el régimen tiene ahora su mirada en 2024, desechando por inconvenientes cualquier otra salida antes de esa fecha (ya sea el referéndum revocatorio o el adelanto de elecciones presidenciales). Y eso ha abierto las compuertas para una feroz lucha, desde ya, por ser el abanderado del presidencial del PSUV.

De buenas a primeras, podría inferirse que todo se reduce a la selección del sucesor de Maduro, cuyo ciclo histórico está más que agotado. Alguien cuyas desastrosas ejecutorias han llevado al país a sus peores índices económicos y sociales desde que existe como república, sería, de hecho, el peor candidato del PSUV en una futura contienda. Pero aparentemente otra cosa piensan el locatario ilegítimo de Miraflores y sus asesores cubanos, si tomamos en cuenta que ya sus laboratorios crearon mecanismos de promoción y de exaltación de su liderazgo, como es el caso del cómic Superbigote, que empezó a emitirse en VTV, una expresión grotesca de personalismo como pocas en nuestra historia reciente (que ya es bastante decir).

Si Maduro decidiera presentarse a los comicios de 2024 sin duda se va a enrarecer aún más el clima interno del oficialismo, propiciando una radicalización de las diferencias y un choque de trenes con su competidor más importante -y verdadero timón del PSUV- Diosdado Cabello, cuyas aspiraciones se vieron postergadas desde aquel día de diciembre de 2012, cuando Chávez, con un pie en la tumba, designó a su entonces vicepresidente como su sucesor. Pero, además de eso, Maduro estaría cancelando -como ha ocurrido con otros caudillos de nuestra historia- el ascenso de toda una generación de dirigentes con inocultables aspiraciones, algunos de ellos dentro de su más estrecho círculo de confianza, como Jorge Rodríguez, y otros más o menos cercanos a él o francamente independientes, como El Aissami, Héctor Rodríguez y Rafael Lacava.

En este cuadro de cosas, donde la posibilidad de conflictos y rupturas dentro del bloque del poder estará a la orden del día, debe decidirse también la continuidad del diálogo y del proceso de apertura y reinstitucionalización acordado. Más allá del carácter poco menos que imprevisible que lo define, la lógica indica que el régimen debe volver a la mesa mexicana en 2022, olvidándose de la exótica aspiración de que el “diplomático” Saab se incorpore, y de la más reciente ocurrencia, esto es, que factores como la Alianza Democrática sean incorporados, a su vez, por la oposición.

A estas alturas del juego, los costos de no regresar serían muy altos. Las realidades se imponen: Maduro ya selló un compromiso con la Corte Penal Internacional, en el cual la posibilidad de colaboración con la justicia venezolana está en estrecha dependencia de los avances realizados en la recuperación de la transparencia e institucionalización de la justicia, aspecto que es justo es uno los puntos pautados en la mesa. Por otro lado, culminado el proceso electoral, ya el régimen puede comprobar que es prácticamente nulo el espacio de legitimidad alcanzado, y que las sanciones tanto de Estados Unidos como de la Unión Europea siguen impertérritas, e incluso con posibilidad de ampliarse en caso de no volver a las negociaciones.

Sus propios aliados principales, Rusia y China, y hasta el mismísimo e impresentable Rodríguez Zapatero, han exhortado a la reanudación del diálogo. Lo otro sería elegir el camino de la confrontación permanente y caer en la condición de paria internacional, tal como son los patéticos casos Cuba o Corea del Norte, perspectiva que después de la tímida recuperación económica que ha empezado -gracias a un progresivo esquema de apertura al libre mercado- no parece estar dentro de sus derroteros. Por eso, esta es una de esas situaciones donde puede asegurarse que cobra vigencia aquel viejo y sabio refrán: chivo que se devuelve se esnuca.

@fidelcanelon

El Nacional

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