Ricardo Gil Otaiza: Fetichismo libresco

Para mis lectores no es una sorpresa saber de mi pasión por los libros, solo superada por la que tengo con mi familia, pero es un algo indiscernible, que escapa de la razón, que va más allá del filtro de la inteligencia, para internarse en la hondura de las emociones: que las mueven muchas variables y se entrecruzan sin que apenas tomemos conciencia, pero que allí están: interactuando, entrelazándose, haciendo de nosotros seres entregados a lo que más nos gusta, intentando siempre estar al día con las novedades, buscando en cada resquicio hallado un ejemplar que satisfaga esa hambre insaciable, portentosa, que nos empuja aquí y allá, que nos incita a actuar, a indagar acerca de autores y de títulos, a intentar por todos los medios poseerlos, que estén con nosotros, que formen parte de nuestra biblioteca, y sean para siempre compañeros de camino.

Cuando digo estas cosas, no faltarán quienes las califiquen de fetichismo, es decir: devoción irrefrenable por el objeto, y que podría equipararse a un “algo religioso”, porque el libro se transforma en un fetiche, en un objeto de culto y adoración, en una figura ante la cual nos postramos y rendimos, elevándola a la altura de una semideidad: que nos esclaviza, porque hace de nosotros objetos y sujetos a la vez, y así nos perdemos en los entresijos de una práctica enfermiza, que resta lucidez y brillo, e implica el “objeto” por el objeto mismo, y sin más finalidad que la de poseer, de solazarse ante lo adquirido, sin jamás tomar conciencia del porqué y el para qué, sino que respondemos a un simple y a la vez complejo acto reflejo, que llena un inmenso vacío existencial: un anhelo atávico de posesión que hemos tenido en mayor o menor grado quienes habitamos el planeta.

Respeto a quienes tienen a los libros como fetiches, y los coleccionan por esas ansias de las que ya les he hablado, que los colocan en sus estantes para observarlos con deleite y morbo, en un cuasi estado de contemplación espiritual, porque se saben sus dueños, y muestran con orgullo sus bibliotecas a todo aquel que pregunte o que quiera ver y testificar su posesión de libros antiguos, de incunables, de primeras ediciones o ediciones príncipe, y de viejos tesoros que brillan en plena oscuridad, que se toman fotografías con los tomos a sus espaldas y alardean de ello, pero hay un pequeño y gran detalle en todo esto, y ahora me van a perdonar, porque déjenme decirles que muchas de esas personas se quedan en el mero acto fetichista de ser dueños de tesoros librescos, pero no alcanzan la compleja y densa categoría de ser en verdad lectores de libros: trajinadores y fatigadores de páginas, lectores en múltiples circunstancias: con luz eléctrica o con velas, con libros propios o prestados, con tomos raquíticos o gruesos ejemplares, con páginas impolutas o ya afectadas por las inclemencias del tiempo, y es a estos últimos a los que me uno, porque los libros se tienen para leerlos y para disfrutarlos.

Sí, debo confesarlo, a veces me siento un tanto fetichista, y no me avergüenza decirlo, porque no dejo correr los libros, sino que me gusta tenerlos y atesorarlos, eso sí: para leerlos y releerlos, para volver a ellos una y otra vez, y si bien es cierto que me gusta mirarlos, tocarlos, olfatearlos, acariciarlos y llevarlos a todas partes, y en el fondo me siento orgulloso y satisfecho de tenerlos, esos ejemplares no están de adorno en mi biblioteca, ni para que me tomen como intelectual u hombre culto, sino que echo mano de ellos en múltiples circunstancias: cuando leo por placer o cuando ausculto en ellos el dato, la información o el tema que requiero para algún compromiso académico o literario, y es cuando me rodeo de ellos, los pongo abiertos o marcados sobre la mesa de trabajo, tomo uno y otro, reviso y anoto, cotejo, comparo, analizo, busco comprender y aplicar lo leído, y en esa grata hermenéutica me pierdo días enteros, suspendido en el aire del verdadero disfrute orgiástico, o estresado por los vientos en contra.

El libro es para leerlo, no me canso de repetirlo, pero también es un apetecible objeto cultural: su estructura y sus materiales tocan muy hondo los sentidos de los bibliófilos y de los lectores (que, lamentablemente, no suelen estar amalgamados), y nos dejamos arrastrar, como lo hacen las hojas batidas al caer la tarde, o como lo hace el río en su eterno fluir, que es la más hermosa metáfora de la existencia, y tras ellos vamos: los acompañamos en su transitar, y nos hacemos sus posesos y nos dejamos perder, y en un parpadeo envejecemos, y ellos siguen allí: siempre fieles y tal vez envejecidos también, pero sin perder (como nosotros) sus encantos, porque tendrán todavía mucho qué decirnos y sus voces no caerán en el vacío o en las sombras, y cuando menos lo sospechemos se levantarán frente a nosotros para mostrarse en su esencia: la de ayer y hoy, la del hipotético futuro, la del siempre jamás: como en las versátiles series infantiles y juveniles, que buscan despertar pasiones y sueños, anhelos y esperanzas.

Lectores y fetichistas nos reunimos en torno del mismo objeto, para ahondarlo vocablo a vocablo, línea a línea, y para adorarlo: para ser señores y esclavos a la vez, para gritarle al mundo que esos libros son también compañeros de vida, y no meras sombras en los rincones: que su presencia es para mí y para muchos, cercanía, lectura y placer.

rigilo99@gmail.com

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