En la vida democrática de una nación es muy importante el continuo examen crítico y ponderado de los acontecimientos. Para superar los errores o pasivos y para fortalecer los logros o activos. En especial cuando esa vida nacional se desenvuelve en una república civil y en una democracia en crisis pero perfectible.
Pero cuando ese examen se sustituye por una ofensiva encarnizada, que no reconoce nada afirmativo del sistema democrático y en cambio se abraza a la promesa hueca de una revolución redentora, que no es sino la mampara de una tiranía a ser levantada por partes, entonces esa nación se va sumiendo en una incomprensión de su propio historial, que muchas veces se transmuta en rechazo visceral.
Sin un balance sereno del pasado democrático de gran parte del siglo XX, por ejemplo, es muy difícil que pueda renacer la democracia integral en el siglo XXI. ¿Por qué? Porque la conciencia histórica ha sido desfigurada, y la pretensión de abolir la historia progresista de la democracia, ha contaminado la opinión social, sobre todo de las nuevas generaciones.
No hay de dónde afincar o sostener una iniciativa de cambio efectivo, porque este, el cambio efectivo, es considerado una quimera, si acaso. La respuesta, sin embargo, no puede ser la resignación sino la lucha constante en el dominio de la revalorización de la democracia. En este campo las cosas pueden ser dinámicas para bien.
Cualquier parecido con el caso venezolano, de estos sencillos comentarios, no tiene nada de casual. Se trata del caso venezolano