Después de una semana de convivencia he ido aprendiéndome sus nombres, descubriendo sus intereses y, muchas veces, compartiendo su abrazo.
Siempre he pensado que a veces pasamos más tiempo con nuestros compañeros de trabajo que con nuestra propia familia, y por ello he valorado especialmente los lazos que se crean entre las personas que confluyen para llevar a cabo una misma tarea. De hecho, me parece espantoso que se den casos como el que me contaban hace poco, en el que nadie echó de menos a alguien que trabajó durante muchos años en una institución y se retiró sin que nadie supiera mucho de ella, sin haber modificado la vida de nadie, sin dejar huella. Un paso bastante estéril.
Claro está que tenemos más afinidad con unas personas que con otras, que la prudencia debe imponerse y que hay que evitar mezclar los asuntos personales con la vida profesional. Pero me parece abominable suprimir la amabilidad, la cordialidad y el respeto inherentes a nuestra propia condición de humanos.
Son las particularidades las que nos hacen diferentes a uno de otros, las que nos hacen únicos y las que inspiran afecto. Pero también son esas particularidades las que pueden despertar prejuicios en los que nos hemos afincado y que quizá no tienen ninguna razón de ser.
Después de una semana inmersa entre personas con necesidades educativas especiales, he sentido el bienestar que proporciona encontrarse cada mañana con caras conocidas y compartir momentos de camaradería, conversando sobre los orígenes de cada uno de nosotros, sobre nuestros intereses e ilusiones, sobre nuestros proyectos. Poco a poco he ido olvidando que son… ¿diferentes?
¿Es que acaso venimos estandarizados al mundo?
El concepto de “normalidad” tiene connotaciones estadísticas: se refiere a los casos que más se repiten. Pero aún la normalidad estadística engloba una infinita gama de variaciones. Es normal, por ejemplo, que entre los 40 y los 60 años aparezcan las canas, pero dentro de ese rango habrá quienes encanecieron a los 45 y quienes experimentaron este cambio a los 59.
Por mera casualidad, el fin de semana pasado otra experiencia vino a coincidir con el ejercicio docente al que me he referido antes. Circunstancialmente pude acceder al maravilloso taller “Cuentos para vivir mejor” que Patxi Andrés y Fátima Villanueva llevan a cabo on line. La vivencia puso en luz hasta qué punto todos los participantes se percibían, de alguna manera, “diferentes”. La diferencia, sin embargo, parece llevar inevitablemente una carga negativa.
Hace muchos años, cuando estudiaba en Caracas, ya se había acuñado una frase que se convertiría en el slogan de la Educación Especial en Venezuela: “Ser diferente es algo común”. Y yo añadiría: común no; ¡constante! Todos somos diferentes. ¿Por qué esa necesidad de estandarizarnos?
Manuel de la Fuente expresaría este fenómeno en una maravillosa escultura llamada “La Criba”, un gigantesco cedazo al que una muchedumbre se enfrentaba. Quienes conseguían traspasarla, emergían del otro lado absolutamente indiferenciados y anónimos, mientras que los que no pasaban terminaban convertidos en un amasijo informe.
Así son los prejuicios y convenciones sociales que nos limitan: como una criba que nos obliga a permanecer dentro del estrecho rango de la normalidad y a obviar la realidad de que todos somos distintos. Hasta el Génesis bíblico reivindica que cada quien dé fruto “según su especie”.
Por eso yo agradezco a mis compañeros el haberme hecho tan grato el paso por esta experiencia, en la que constato que, después de todo, es mucho más lo que tenemos en común que lo que nos separa.
linda.dambrosiom@gmail.com
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