22 de noviembre de 2024 3:19 AM

Linda D’Ambrosio: En pro de la transparencia

Si hay algo que me agobia en particular, es el secretismo. Siempre he pensado que es la fuente de numerosos problemas y malentendidos. Cierto es que la prudencia debe imponerse sobre todo aquello que se dice, que hay momentos oportunos para que ciertas informaciones salgan a la luz, que hay detalles que es responsabilidad de otras personas divulgar, o que hay datos que pueden ser dolorosos e inútiles para quien los recibe, pues no puede hacer nada al respecto. En suma: convengo en que a veces es adecuado callar, pero no debe ser la norma.

Estoy convencida de que pocas cosas son tan valorables como la transparencia. Es inútil fingir, correr un velo de silencio sobre algunas situaciones que, para colmo, a veces son tan evidentes que resulta vergonzoso negarlas. Y es que hay un estrecho margen entre el secreto y la mentira, y a menudo la una es hija dilecta del otro. Una patraña se urde tras otra para explicar aquello que no puede ser explicado sin recurrir a lo que estamos ocultando, y en nuestro interior crece el temor a ser descubiertos, a revelar algún detalle que no concuerde con nuestra versión original, y a que se constate, en fin, que somos unos mentirosos. El hallazgo de la verdad puede dar al traste con nuestra credibilidad y lesionar permanentemente la confianza que se tiene en nosotros.

Pero ¿cuál es la necesidad no solo de callar, sino también de hacer uso de cualquier subterfugio para mantener ocultas ciertas verdades? Lo que me conduce a esta reflexión es el hecho de constatar cuán a menudo el secreto está dirigido a encubrir aquello que no nos parece adecuado en nuestra propia conducta o en nuestros sentimientos. La causa de que haya un secreto es, a menudo, la vergüenza y, consecuentemente, la culpa: pensamos que aquello que ocultamos puede ocasionar sufrimiento y queremos proteger a las posibles víctimas. Y queremos protegernos a nosotros mismos de tener que cargar con ese peso sobre nuestra conciencia, o intentamos eludir el juicio que otras personas puedan hacer de nosotros.

Deberíamos actuar de modo tal que nunca tuviéramos que avergonzarnos, es decir, que ocultar cosas. La alternativa no puede ser engañar, insultar la inteligencia de otros o falsear la realidad, exponiéndolos a un peligro aun mayor: descubrir la verdad y, además, ver su fe mancillada.

Tal vez subestimamos la capacidad de comprensión y la empatía de los otros y, en el peor de los casos, subvaloramos también su capacidad de elaborar sus duelos para sobreponerse al embate de lo que ocultamos. Preferimos proteger a los demás manteniéndoles en una fantasía, confinados a una situación ficticia que ni remotamente se parece a la realidad.

Pero peor aun es autocondenarnos a vivir en esa dualidad, negando parte de nosotros mismos. En psicología se llama disonancia cognoscitiva: la tensión que experimenta una persona cuando tiene dos pensamientos que están en conflicto, o cuando su conducta no concuerda con sus ideas.

Nadie lo expresaría como Serrat en la letra de Sinceramente tuyo: “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Falsear los hechos lo que hace es postergar un desenlace que con frecuencia sobreviene de todos modos y de manera más traumática, cuando salen a la luz las verdades ocultas, hiriendo adicionalmente a nuestro interlocutor con la sorpresa de cuán poco sabe de nosotros y de cuán poco merecíamos su confianza. Y, sobre todo, debemos evitar autoengañarnos, traicionarnos a nosotros mismos. “Preferiría, con el tiempo, reconocerme sin rubor”, prosigue Serrat en otro punto de la canción. Y es que, quizá, la clave de la felicidad es la coherencia.

linda.dambrosiom@gmail.com

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