22 de noviembre de 2024 1:35 AM

Ricardo Gil Otaiza: El tiempo y la literatura

Creo, como Kant, que el tiempo es una noción que está en nosotros mismos, que nos empuja a vivir con el pesado fardo del paso de los años a cuestas, y cuya percepción puede cambiar si nos quitamos esos anteojos y los sustituimos por otros, tal y como nos sucede cuando leemos literatura: el autor nos lleva en ráfagas hacia el pasado, que al mismo tiempo es un presente plasmado en la página, y de allí al plano futuro solo es cuestión del tiempo verbal en el que se nos narre la historia (es decir: el fondo es la forma). Esa hipotética presunción, de vernos más allá del momento y adelantarnos a cuestiones que no son una realidad sino mera ilusión, ha sido un problema para muchos autores, quienes, anclados en su historia y en su presente, se quedan petrificados y nada pueden hacer para echar a andar esa magia que es la escritura.

La superposición de historias, una dentro de la otra, es en sí un enorme escollo para muchos, porque su mirada interior no les permite articular los saltos hacia distintas direcciones sin que se pierda el hilo secuencial, que mucho sabemos agradecer los atentos lectores. En esto fue un verdadero maestro el recientemente fallecido escritor estadounidense Paul Auster, cuya técnica nos permite avanzar y retroceder, ir a otros contextos en milésimas de segundos, regresar al presente que de pronto ya no es tal, sino mera ilusión del personaje dentro de muchas (otras) historias; o de la voz narrativa que gusta de estos extraordinarios malabarismos secuenciales, para lo cual es condición fundamental el genio, y Auster lo tenía de sobra. Otro grande de las letras como lo fue Milan Kundera, navegó en esas aguas torrentosas, y allí estamos los lectores: siguiendo paso a paso sus ocurrencias estilísticas, perdiéndonos a veces en sus laberintos, pero regresando al punto de encuentro desde donde se nos narra la historia central.

Claro, y es lógico suponerlo, a muchos lectores les gusta la linealidad narrativa, la secuencia lógica y cronológica de los hechos contados (lo que llamamos ilación), como si fuera un eterno presente, propio de los otros animales (nosotros también lo somos, pero, bueno, ese es otro asunto): que viven en el ahora o en un eterno presente, y nada les preocupa ni atormenta desde su propia interioridad, solo si son amenazados por agentes externos, que hacen disparar las hormonas y el estado de alerta en ellos, y reaccionan atacando o huyendo. Podría también narrarse desde el pasado para comprender el presente, y desde el futuro como consecuencia de aquéllos. A veces esa ilación resulta alterada por variables conexas, como pasa en Cien años de soledad de García Márquez, en donde hallamos la secuencia generacional de los Buendía, pero con el agregado de que todo se repite: nombres y contextos, y ello hace que el lector sienta la imperiosa necesidad de regresar a las páginas ya leídas, para enterarse de cuál de los Aurelianos se trata, e ir a su vez al mapa genealógico que se nos anexa y así poder aclarar y proseguir en su fascinación y hechizo.

En este sentido, el autor es una suerte de demiurgo (ya lo expresé en artículos anteriores), y él decide qué hacer con su historia y sus personajes, pero esto a veces no es posible, porque esa masa informe (aún no materializada) se le escapa de las manos y los personajes toman vida propia y ellos hacen lo suyo con el devenir, y el escritor termina advirtiendo que lo alcanzado no era lo que había cavilado o pensado, sino que fuerzas “extrañas” a él (llamémoslas: musa, creatividad, desvarío, arrebato, ingenio, o como queramos) lo asaltan en plena labor de escritura y creación que lo empujan a derroteros insospechados e impensados, y él es el primer asombrado frente a tamaño artificio.

Otros, más metódicos y estructurados, toman con fuerza los hilos de sus tramas y desde sus mapas mentales (y conceptuales) van desarrollando su narración. Y, sí, a veces se dejan arrastrar por la fuerza de esas aguas en plena ebullición, pero terminan tensando los hilos para llevarlas a su propio molino y que lo alcanzado sea la suma de su talento creativo (que es rebelde en estas cuestiones), pero también del intelecto o del trabajo preciso y objetivo desde sus planes iniciales. Aunque, no nos caigamos a mentiras: lo que alcanzamos o logramos nunca estará a la altura de lo que soñamos, porque no hay un cable que conecte el inconsciente con la página en blanco, como quien envía un archivo de un soporte a otro, y las manos no son tan ágiles como las ideas y se nos atascan a medio camino y cuando queremos recapitular, sencillamente se esfuman. Una cosa es lo que tenemos en la mente y otra muy distinta lo que plasmamos, y en este sentido Augusto Monterroso, palabras más palabras menos, solía expresar: contamos no nuestras historias ni la de los otros, sino como las recordamos.

La noción del tiempo en la narrativa es un factor demasiado importante como para desentendernos de ella, lo que nos debería llevar a tramar los hilos narrativos desde perspectivas que nos permitan contar las historias sin mayores trabas y artilugios, ya que no todos los lectores están dispuestos a echar el resto por un libro en el que los saltos sean desmedidos y disparatados y que se conviertan en un escollo insalvable. Hacer de lo complejo (la vida misma) algo posible de entender y disfrutar, solemos llamarlo arte literario.

rigilo99@gmail.com

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