Ricardo Gil Otaiza: El peso de la tradición

Después de varias décadas de actividad como escritor he llegado a la conclusión de que escribir es una chifladura, y esto es válido para todas las artes, porque lo hacemos a pesar de las grandes obras maestras que nos anteceden de siglos, y nos reconocemos herederos de un “algo” al que tal vez nunca honraremos. Creo que no hay mayor desafío que éste, porque el “a pesar de” lo llevamos en la frente como un tatuaje y a la vez como una impronta, y seguimos haciéndolo con empeño e ilusión, como si en esto se nos fuera la vida, como si el mundo cambiará por nuestras reflexiones y escritos, aunque muchos de los cuales pasen inadvertidos, sin pena ni gloria, lanzados al espacio infinito o tirados al mar en una botella.

Llevamos una pesada tradición a cuestas, y ella ostenta el canon: lo que se puede hacer y lo que no deberíamos hacer, y esto no es más que una camisa de fuerza para nuestro libre albedrío creador, que nos impele a seguir por insospechados senderos: como si alguien nos esperara al final del camino con la toalla en la mano para que nos sequemos el sudor luego de tanta fatiga. Esa tradición, muy respetable, a veces intimida y bloquea, porque al mirarnos en ella vemos: circunstancias, tiempo, cultura, atavismos y usanzas, pero todo cambia, se remodela con el correr de los años, y cambia también nuestra manera de entender y de percibir el arte.

A nadie se le ocurriría hoy escribir una novela echando mano de la estética, así como de las profusas y pesadas descripciones de las que hace gala Gustave Flaubert en su Madame Bovary, por ejemplo, pero nadie podría negar que es una gran obra, un clásico universal, y que, en teoría, por ser tal, no envejece. Igual consideración es válida para los otros géneros literarios. Sabemos que Michel de Montaigne es el “creador” del género ensayístico, y sus aportes son inobjetables y sus textos son reconocidos como clásicos, pero si quienes nos acercamos a este maravilloso género (que tanta libertad, plasticidad y posibilidades nos otorga) lo hacemos a la manera de su creador, pues estaríamos desfasados en el tiempo y luchando a contracorriente, porque el género ha transitado durante siglos y en ese devenir se ha transformado hasta llegar a lo que hoy conocemos.

Del cuento, ni se diga: ha sido una de las expresiones literarias que más se han transformado en los últimos cien años, y flaco beneficio le haríamos si hoy pretendiésemos, asumiendo a rajatabla el canon y las “normas” que algunos autores del pasado dictaron como escuela, escribir relatos a la manera de un Edgar Allan Poe (gran maestro del género), porque sencillamente su mundo no es el nuestro, y esos cuentos fueron escritos para causar un efecto y un impacto terrorífico en medio de condiciones culturales, sociales y religiosas, diametralmente opuestas a las nuestras. Hoy reconocemos su valía, los leemos con un interés no exento de admiración, y le damos a Poe el honor de ser el reputado padre del relato policial, pero imitarlo, o seguir al pie de la letra su cartilla, amén de ser una soberana tontería, es no comprender la dinámica del mundo, que arrastra consigo todo lo que está bajo el sol, y el arte no escapa a ello.

Augusto Monterroso escribió fábulas, que era hasta entonces un género desahuciado, y si bien leyó a los clásicos como Iriarte, Esopo y Samaniego, se alejó de ellos y rompió con la tradición, que dicho sea de paso echaba mano de socorridas estratagemas para aleccionar a los lectores: generalmente el público infantil. Las fábulas de Monterroso se alejan ostensiblemente del canon, y allí estriba precisamente la crítica que recibió en su tiempo el autor, ya que los estudiosos iban corriendo a los viejos libros para el cotejo, y se quedaban sorprendidos al comprobar que dichos textos nada tenían que ver con lo que antiguamente se hacía, y le gritaban furibundos en la prensa que aquello no eran fábulas.

Ni hablar de la poesía, que hizo mil pedazos la estricta versificación, así como la cuadratura y las camisas de fuerza que imponían la rima y toda la antigua tradición poética (de la mano de enormes figuras), para hacerse un género complemente libre de ataduras, en el que la belleza alcanza, hoy como ayer, elevadas cimas estéticas.

Por supuesto, hay quienes cultivan los géneros literarios a la antigüita, reacios a salir de la burbuja o férreos al peso de la vieja tradición, porque el fluir del tiempo trae consigo acciones y también retroacciones, pero son los menos (especies en extinción), y en esto incide la dinámica cultural: la lectura, los medios, las redes, las editoriales, la crítica, la educación en sus distintos niveles, los gustos estéticos y fundamentalmente los autores: quienes buscamos siempre ir más allá de la raya, cerrar posibles brechas con el pasado, correr con nuestro tiempo histórico, a pesar de la fatiga y del enorme trabajo que esto implica.

Sí, miramos atrás y nos nutrimos de los clásicos, por supuesto que lo hacemos: los leemos con asombro y volvemos a ellos, son elevadas montañas y referentes, y nos ayudan a crecer porque nos enseñan y aclaran, pero somos necesariamente parricidas: los amamos, pero no deseamos imitarlos y rompemos las amarras que nos atan a ellos, porque reconocemos que son lo que son, pero el arte debe continuar su camino de búsqueda permanente, y en esto cada autor es el que tiene la última palabra.

rigilo99@gmail.com

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