19 de septiembre de 2024 5:16 PM

Ricardo Gil Otaiza: El oscuro recodo

1) Una mujer subió con sus tres hijos al colectivo y se fue al fondo a buscar los asientos, pero en una de las paradas les dijo a los niños que ya regresaba y, sin que el chofer se percatara, bajó rápidamente de la unidad y se perdió entre la multitud. Al final de la ruta el conductor vio a los niños solos en el asiento trasero y les preguntó por la madre, pero eran demasiado pequeños como para ponerse a dar explicaciones. De nada valieron todas las gestiones que hizo la empresa de la mano de la guardia civil para hallar a la mujer: los niños quedaron en custodia del Estado a la espera de un “algo” que nadie supo definir.

2) Pertenece a la generación que le correspondió dar el salto de lo manual y cuasi-artesanal a lo tecnológico; es más: guarda con celo la hermosa máquina portátil japonesa en la que escribió su primera y fallida novela. El autor perdió la cuenta de los textos extraviados en los obscuros intersticios de disquetes, compact discs, pendrives, discos duros externos y laptops a los que jamás pudo acceder a partir de un quiebre, de un instante, de un momento específico: no hubo poder humano ni supraterrenal que revirtiera tan enojoso azar. ¡Ay, si los dispositivos abrieran y contaran lo que atesoran…!

3) La familia era taurina, y desde niño se vio arrastrado a la ingrata tarea de tener que asistir a la plaza de toros, en tardes soleadas o de copiosa lluvia, para ser espectador de las corridas, a las que asistía sólo para complacer al padre en su afición. Confiesa con deleite y en voz baja que, cuando un atormentado toro se llevaba al torero por los cachos y lo revolcaba con estrépito en la arena, en lo más profundo de su ser lo celebraba, porque veía aquello como parte de la justa venganza del animal frente a la crueldad e insania del matador: (Ergo: asesino, homicida, criminal, según el Diccionario de sinónimos y antónimos Espasa-Calpe, 2005).

4) La madre le obsequió un estupendo anillo de oro 18k que le compró a un vendedor ambulante que tocó a la puerta de la casa; y él estaba feliz, aunque había un detalle: le quedaba un poco grande, lo que su mamá resolvió de inmediato enrollando hilo en la parte posterior del aro. A veces la felicidad es efímera y el aserto se hizo patente una tarde, cuando el anillo se fue sin más por el sumidero al lavarse las manos, y él sintió que su mundo se hundía ante sus ojos. De nada valió que el enojado padre desmontara el lavadero y la tubería en su búsqueda: el anillo zigzagueó por sus oscuros y nauseabundos laberintos y se perdió para siempre.

5) Siendo casi un adolescente el papá le enseñó a conducir automóviles, y si bien era ducho en el oficio y un duro como el que más, carecía de la necesaria paciencia para enseñar y con frecuencia agarraba tremendas rabietas. Un mediodía, en plena lección de manejo por una céntrica y transitada avenida de la ciudad, y sin tomar las previsiones del caso, el papá le ordenó de sopetón que cruzara a la derecha para tomar un atajo: el aterrado alumno obedeció, pero en la esquina se topó con un carro mal estacionado y no tuvo tiempo de maniobrar y le llegó por un costado. El padre enrojecido y a punto de estallar en improperios contra el inexperto chofer, le dijo estas palabras: “¡púyela y salgamos de aquí, porque no pago choques ajenos!”.

6) Quería un morrocoy y tanto insistió en la casa para conseguirlo, que su hermano habló con un amigo que los llevaba desde una ciudad lejana, y acordaron el encargo. Larga fue la espera, hasta que por fin el amigo lo llevó a la casa metido en un bolsillo del pantalón, y el niño se emocionó y le puso un nombre que ya no recuerda. Poco disfrutó de la mascota, porque un día desapareció y todos en la casa adujeron que posiblemente se había enterrado y que en cualquier momento saldría. Tiempo después el misterio de la desaparición del morrocoy se aclaró: llegó a la casa metido en el bolsillo del pantalón del amigo de su hermano, y por la misma vía se marchó para siempre.

7) Cuando la mujer llegó a la capilla, el recinto se hallaba silencioso y en penumbra. Ella andaba en muletas y vivía de pedir limosna en la calle, así que entró, miró alrededor y al no observar moros en la costa, dejó las muletas sobre un escaño y comenzó a deambular cerca del altar mayor sin dificultad motora alguna: muy contrita encendía velas en el lampadario y se movía de aquí a allá segura y decidida. Cuando hubo de encender muchas velitas y dejar monedas en la alcancía, retomó sus muletas, se las puso debajo de los brazos y salió de la capilla para seguir con su oficio. Lo que nunca sabrá la mujer, porque de esto hace medio siglo (y a lo mejor ella ya no está en este mundo), es que un niño y su madre la observaban desde un oscuro recodo: atónitos y sin dar crédito a lo que sus ojos veían.

8) De niño ayudó como monaguillo en las misas de un sacerdote y botánico, que se celebraban a las seis de la tarde cuando salía de su trabajo como investigador de la Facultad de Farmacia. En aquél entonces, el chico se preguntaba el porqué de unas misas sosas y faltas de sustento, que recitaba a las carreras en apenas diez minutos con una cara francamente desalentadora y ausente de todo hálito de espiritualidad. Décadas después, el entonces niño se hizo farmacéutico y profesor de la misma facultad y, para colmo, miembro de la cátedra del botánico y cura. En una oportunidad una colega profesora comentó, que el personaje le había revelado haber descubierto a Dios en las plantas. Para su asombro: allí estaba la respuesta que desde hacía mucho tiempo buscaba.

9) Como llevaba varios paquetes de compras, decidió ponerlos sobre un asiento en la feria de comida de un centro comercial, mientras se volteaba por un instante para verificar los precios de los menús. Al volver su mirada al asiento, los paquetes habían desaparecido. Por su ingenuidad, perdió casi una fortuna invertida en ropa. Conmovida, su esposa repuso todo y asunto cerrado, menos el amargo sabor que le llega hasta hoy.

rigilo99@gmail.com

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