22 de noviembre de 2024 4:40 AM

Raúl Fuentes: El muchacho de los mandados

Hoy, 20 de febrero, se celebra el  Día Mundial de la Justicia Social; también es día del gato, ¡miau!, del camarógrafo y de la pipa —casualmente, el martes próximo (22–2-22) se cumplen 114 años del nacimiento, en Guatire (estado Miranda), de nuestro más notable fumador de pipa: Rómulo Betancourt—; el santoral, por su parte, consagra la jornada a los santos  Serapión —de vaina no es sarampión—, Tiranión, Eleuterio y Jacinta; y, en Venezuela, el calendario de efemérides destaca como fecha principalísima la toma, en 1859, del cuartel de Coro por el comandante Tirso Salaverría, desencadenante de la Guerra Federal.  Esta larga y sangrienta contienda pudo ser el tema a tratar aquí y ahora, pero las reacciones derivadas de la última felonía del bellaco me compelieron a indagar sobre la autoría intelectual de sus desafueros, desplantes y arbitrariedades, es decir, sobre la responsabilidad de quienes le dieron el as de bastos.

El Nacional

Casi todos los medios y opinadores interesados en el proceso de destrucción de la República de Venezuela —obvio el adjetivo bolivariano, pues tal calificativo no pasa de ser un aderezo retórico del recetario rojo—, tanto nacionales como extranjeros, asignan al sujeto del mazo dando el número dos de la administración nicochavista e incluso hay quienes ven en él un supercomisario político de la revolución retrógrada; sin embargo, en un artículo publicado el 11/02/22 en este diario —“Vaciando la garantía de la libertad de expresión”—, Héctor Faúndez lo degrada al 4° o 5° lugar en la jerarquía gobernante. Y el pasado lunes 15, Pedro Mario Burelli, ex director principal de Pdvsa observó, en el robo disfrazado de remate y validado por un juez al servicio del beneficiario del arrebatón, «una demostración más de que el objetivo de este régimen ha sido acabar con la libertad de expresión y lo ha hecho a través de diferentes mecanismos: ha forzado la venta de medios de comunicación, además los ha expropiado y ha forzado sus cierres» (Es una bravuconada más del niño maloEl Nacional, 15/01/2022)). Si unimos ambos pareceres, comienza a cobrar fuerza un supuesto no del todo (des)cabell(a)do: el abominable hombre de El Furrial es en realidad una suerte de avejentado (no aventajado) best boy, encargado de los trabajos sucios. ¿Un mete-la-pata-por-mí o un fixer como lo mentarían en jerga gansteril hollywoodense? Ya veremos; más, antes de proseguir machacando el monotema, permítaseme una digresión.

En alguno de sus esclarecedores ensayos, Manuel Caballero reflexionó en torno a los llamados segundos de a bordo en los escenarios políticos, a partir de una breve referencia al rol de Zhou Enlai (Chu En- Lai, en los medios hispanoamericanos) en la China de Mao, a fin de ocuparse del liderazgo de Gonzalo Barrios en el partido Acción Democrática, a la sombra de Rómulo Betancourt. Al primero, lo tuvo Henry Kissinger como el hombre más inteligente jamás tratado por él, y así se los hizo saber a su jefe, Richard Nixon. Este, en sus memorias, al narrar su encuentro con Chu, amplifica la hipérbole de su secretario de Estado y comenta, palabras más, palabras menos: «Henry, dado a las exageraciones, se quedó corto». Barrios, de acuerdo con Caballero, era un intelectual a tiempo completo —«un verdadero intelectual entregado a la política»—, capaz de aceptar su derrota en la contienda electoral de 1968 y reconocer el triunfo de Rafael Caldera —a pesar de la escasa y discutible diferencia de votos—, limitándose a sentenciar: «la oposición puede ganar por un voto, el gobierno no». En Venezuela, las dotes intelectuales acompañan a muy contados políticos. Por eso, el historiador larense lo consideraba «un número dos de primera».

Un aluvión de resentidos y fracasados en busca de la oportunidad perdida se colgó de los testículos de Hugo Chávez, El más conspicuo y mediático de los golpistas fracasados los acogió de buen grado y los integró a un promiscuo chiquero ideológico, indispensable para acaudillar, no liderar, el movimiento vindicativo de la nación irredenta. Con su llegada al poder, los nuevos compañeros de ruta del paracaidista, devenidos en taumaturgos de la refundación republicana, condenaron a muerte a la teoría de la separación de poderes del Estado, al espíritu de las leyes y al recuerdo mismo de Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu. Chávez les dejó hacer. El mofletudo Hermann Escarrá teorizó, con ínfulas de Juan Germán Roscio, acerca de la inmortalidad del cangrejo; José Vicente Rangel se frotaba las manos calculando comisiones en la futura adquisición de armamento para «las nuevas fuerzas armadas», y Luis Miquilena quiso y no logró ejercer el poder tras el trono —se resignó a ser el primer firmante del bodrio constitucional—. Había demasiados pescadores en las turbias y revueltas aguas de la revolución naciente. Poner orden en semejante despelote reclamaba una autoridad única e indisputable. Hugo, creyéndose reencarnación del Libertador, repetía susurrante, remedando y parafraseando al grande hombre «Yo soy como el sol en medio de todos ustedes; brillarán gracias a mí», y vociferaba en voz alta: aquí no hay otro jefe sino YO, enfatizando la primera persona a fin de dejar claramente establecido su caudillaje. No había lugartenientes ni manos derechas visibles, y Nicolás no encabezó la línea sucesora hasta la imposición de Fidel. Pero volvamos al troglodita del garrote.

Hoy, 20 de febrero, se celebra el  Día Mundial de la Justicia Social; también es día del gato, ¡miau!, del camarógrafo y de la pipa —casualmente, el martes próximo (22–2-22) se cumplen 114 años del nacimiento, en Guatire (estado Miranda), de nuestro más notable fumador de pipa: Rómulo Betancourt—; el santoral, por su parte, consagra la jornada a los santos  Serapión —de vaina no es sarampión—, Tiranión, Eleuterio y Jacinta; y, en Venezuela, el calendario de efemérides destaca como fecha principalísima la toma, en 1859, del cuartel de Coro por el comandante Tirso Salaverría, desencadenante de la Guerra Federal.  Esta larga y sangrienta contienda pudo ser el tema a tratar aquí y ahora, pero las reacciones derivadas de la última felonía del bellaco me compelieron a indagar sobre la autoría intelectual de sus desafueros, desplantes y arbitrariedades, es decir, sobre la responsabilidad de quienes le dieron el as de bastos.

Casi todos los medios y opinadores interesados en el proceso de destrucción de la República de Venezuela —obvio el adjetivo bolivariano, pues tal calificativo no pasa de ser un aderezo retórico del recetario rojo—, tanto nacionales como extranjeros, asignan al sujeto del mazo dando el número dos de la administración nicochavista e incluso hay quienes ven en él un supercomisario político de la revolución retrógrada; sin embargo, en un artículo publicado el 11/02/22 en este diario —“Vaciando la garantía de la libertad de expresión”—, Héctor Faúndez lo degrada al 4° o 5° lugar en la jerarquía gobernante. Y el pasado lunes 15, Pedro Mario Burelli, ex director principal de Pdvsa observó, en el robo disfrazado de remate y validado por un juez al servicio del beneficiario del arrebatón, «una demostración más de que el objetivo de este régimen ha sido acabar con la libertad de expresión y lo ha hecho a través de diferentes mecanismos: ha forzado la venta de medios de comunicación, además los ha expropiado y ha forzado sus cierres» (Es una bravuconada más del niño maloEl Nacional, 15/01/2022)). Si unimos ambos pareceres, comienza a cobrar fuerza un supuesto no del todo (des)cabell(a)do: el abominable hombre de El Furrial es en realidad una suerte de avejentado (no aventajado) best boy, encargado de los trabajos sucios. ¿Un mete-la-pata-por-mí o un fixer como lo mentarían en jerga gansteril hollywoodense? Ya veremos; más, antes de proseguir machacando el monotema, permítaseme una digresión.

En alguno de sus esclarecedores ensayos, Manuel Caballero reflexionó en torno a los llamados segundos de a bordo en los escenarios políticos, a partir de una breve referencia al rol de Zhou Enlai (Chu En- Lai, en los medios hispanoamericanos) en la China de Mao, a fin de ocuparse del liderazgo de Gonzalo Barrios en el partido Acción Democrática, a la sombra de Rómulo Betancourt. Al primero, lo tuvo Henry Kissinger como el hombre más inteligente jamás tratado por él, y así se los hizo saber a su jefe, Richard Nixon. Este, en sus memorias, al narrar su encuentro con Chu, amplifica la hipérbole de su secretario de Estado y comenta, palabras más, palabras menos: «Henry, dado a las exageraciones, se quedó corto». Barrios, de acuerdo con Caballero, era un intelectual a tiempo completo —«un verdadero intelectual entregado a la política»—, capaz de aceptar su derrota en la contienda electoral de 1968 y reconocer el triunfo de Rafael Caldera —a pesar de la escasa y discutible diferencia de votos—, limitándose a sentenciar: «la oposición puede ganar por un voto, el gobierno no». En Venezuela, las dotes intelectuales acompañan a muy contados políticos. Por eso, el historiador larense lo consideraba «un número dos de primera».

Un aluvión de resentidos y fracasados en busca de la oportunidad perdida se colgó de los testículos de Hugo Chávez, El más conspicuo y mediático de los golpistas fracasados los acogió de buen grado y los integró a un promiscuo chiquero ideológico, indispensable para acaudillar, no liderar, el movimiento vindicativo de la nación irredenta. Con su llegada al poder, los nuevos compañeros de ruta del paracaidista, devenidos en taumaturgos de la refundación republicana, condenaron a muerte a la teoría de la separación de poderes del Estado, al espíritu de las leyes y al recuerdo mismo de Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu. Chávez les dejó hacer. El mofletudo Hermann Escarrá teorizó, con ínfulas de Juan Germán Roscio, acerca de la inmortalidad del cangrejo; José Vicente Rangel se frotaba las manos calculando comisiones en la futura adquisición de armamento para «las nuevas fuerzas armadas», y Luis Miquilena quiso y no logró ejercer el poder tras el trono —se resignó a ser el primer firmante del bodrio constitucional—. Había demasiados pescadores en las turbias y revueltas aguas de la revolución naciente. Poner orden en semejante despelote reclamaba una autoridad única e indisputable. Hugo, creyéndose reencarnación del Libertador, repetía susurrante, remedando y parafraseando al grande hombre «Yo soy como el sol en medio de todos ustedes; brillarán gracias a mí», y vociferaba en voz alta: aquí no hay otro jefe sino YO, enfatizando la primera persona a fin de dejar claramente establecido su caudillaje. No había lugartenientes ni manos derechas visibles, y Nicolás no encabezó la línea sucesora hasta la imposición de Fidel. Pero volvamos al troglodita del garrote.

Share this post:

Noticias Recientes

El Espectador de Caracas, Noticias, política, Sucesos en Venezuela