Amor, rabia, tristeza, miedo, sorpresa, asco, culpa. El pathos hoy sacude, reordena y transforma a multitudes nerviosas, explica William Davis. Ya lo decía Drew Westen en The political Brain, The Role of Emotion in Deciding the Fate of the Nation (2007): el cerebro político es, básicamente, un cerebro emocional. El análisis de una pieza de la campaña de Bill Clinton en 1992, “uno de los comerciales de televisión más efectivos de la historia de la política estadounidense” servía a Westen, entre otros ejemplos, para ilustrar su afirmación. El anuncio de Clinton era “engañosamente simple”, narrado “con una emoción exquisitamente conmovedora”. El joven, culto y carismático gobernador de Arkansas “nunca tuvo miedo de los debates políticos”; pero ese anuncio en particular no trataba sobre política. “Su único propósito era crear un conjunto de asociaciones positivas en relación a él y la narrativa sobre El hombre de la esperanza: enmarcado, de principio a fin, en términos de esperanza y del sueño americano”.
Razón, esquivo tesoro
Sin duda, votar involucra a la razón. Pero en tanto ligado a lo humano, no es exclusivamente un acto racional. Los avances de la neurociencia aplicada a la política -la neuropolítica- han sumado fascinantes datos al respecto, y llevado a conclusiones que mitigan el peso que tradicionalmente se concedía a la tesis de la elección racional, la preeminencia del cálculo costo/beneficio, la maximización desapasionada de objetivos individuales a la hora de elegir candidato (Anthony Downs, 1957). Por un lado, dichos descubrimientos nos dicen que la racionalidad juega un papel limitado en las decisiones políticas de los votantes. Por otro, que el uso de palabras e imágenes desencadenan “cascadas emocionales” y comportamientos en consecuencia. Y finalmente, que hay un sesgo de confirmación involucrado en el proceso (esa tendencia a favorecer, buscar, interpretar, y recordar sólo la información que confirma la propia creencia, otorgando mucho menos consideración a otras posibles alternativas), lo cual resulta determinante a la hora de votar. En Teoría de la Inteligencia Afectiva, Ted Brader afirmaba por su parte que “las emociones tienden a anticiparse para definir las decisiones políticas de las personas… las emociones positivas liberan el camino para el ingreso de mensajes que confirmen las ideas preconcebidas, mientras que las negativas parecen conducir a la reflexión, aunque no modifiquen el sistema de creencias previas”.
Es obvio que estos y otros hallazgos han sido incorporados generosamente, por decir lo menos, a los diseños de campañas electorales de la era de la información. Lo cual no significa que la sospecha de que la emoción moldea de forma dramática la respuesta de los gobernados y su grado de adhesión, no haya sido explotada en otras épocas por parte de los poderosos. Al contrario. En 1651, por ejemplo, Hobbes afirmaba que “sin miedo, no habría política”. Y Maquiavelo, que podría calificar sin duda como un precursor en lides de la consultoría política, cavilaba en 1513 sobre el uso político del amor o el miedo. Advertía incluso al príncipe sobre la conveniencia de ser temido por los gobernados, antes que amado; pero si quería preservar su autoridad, le aconsejaba al mismo tiempo no excederse en su crueldad, ni desbordar la ira de su pueblo o granjearse su enemistad, su menosprecio o su odio. (Westen, de hecho, avisa que bien podría haber escrito su libro como un asesor científico del príncipe del siglo XXI, “ya sea que el príncipe esté vestido de rojo o de azul”. De algún modo, “estoy entrando en algunos grandes, aunque no del todo cómodos, zapatos italianos del siglo XVI”).
“Necesito una mayoría”
Cuentan que en 1956, cuando el demócrata Adlai Stevenson entró por segunda vez en la carrera presidencial contra el republicano Dwight Eisenhower, una mujer le aseguró tras un mitin: “toda persona pensante votará por usted». El elocuente Stevenson le respondió: “señora, eso no es suficiente. Necesito una mayoría”. Sí: amén de apostar al convencimiento racional, al despliegue de programas y propuestas que promuevan una participación ciudadana consciente, responsable e informada, los políticos de antes y los de ahora intuyen que no pueden omitir el papel estelar de los sentimientos y las emociones – positivas o negativas- a la hora de persuadir, captar voluntades, movilizar y consolidar apoyos numéricamente relevantes.
De allí la decisión, por ejemplo, de difundir en televisión nacional la controversial pieza «Daisy Girl» durante las elecciones presidenciales norteamericanas de 1964, en las que un sobrevenido presidente Lyndon B. Johnson competía contra el belicoso e intransigente Barry Goldwater. Apenas se transmitió una sola vez: pero fue más que suficiente. La desoladora imagen del hongo nuclear incrustada en la pupila de una niña, luego de una detonación similar a la de la prueba Trinity (1945), transcurría al compás de la voz en off de Johnson: «esto es lo que está en juego (…) debemos amarnos los unos a los otros, o moriremos». La voz de Chris Schenkel coronaba la distopía de sesenta segundos con un mensaje que era un balde de agua helada: “Vota… hay demasiado en juego para que te quedes en casa». De este modo, el miedo ganaba la batalla en el corazón-hígado-estómago de los votantes, ratificando que mensajes con contenido emocional vinculado a una amenaza, tienen efectos más duraderos y profundos en el cambio de actitud política (Sternthal y Craig, 1974).
Ejemplos del poder de la publicidad negativa abundan en la historia. El miedo se alza como un instrumento paradigmático de la política, usado tanto por regímenes democráticos como autoritarios, tanto por partidos de derecha e izquierda para movilizar, paralizar o hacer retroceder, según el caso, a huestes propias y rivales. Miedo (a perder lo que se tiene, a no arriesgar las pocas certezas con las que se cuenta, a empeorar la situación de “normalidad” presente o entrar en un periodo de desestabilización a gran escala) es la emoción a la que suelen apelar las campañas electorales de partidos que detentan el poder y aspiran a mantener el statu quo. En respuesta, la estrategia previsible por parte de candidatos de oposición consiste en echar mano al banco de la ira (Peter Sloterdijk), el famoso “voto enojo” que tan eficaz ha resultado en la región en tiempos de profundo desencanto democrático.
Al filo de dos navajas
Precisamente: navegando en medio de esa selva de sentimientos discordantes y exacerbados, la disfuncionalidad venezolana no escapa a la distintiva puja entre el miedo y la ira. Nos guste o no, una dinámica producto de la polarización afectiva e ideológica, agudizada por campañas que medran en estos semilleros anímicos y urden lazos de identificación anclados en la fuerza profunda de los apegos, hoy luce imparable. Ofertas programáticas prácticamente inexistentes, devoradas por la situación límite, se reducen a líneas básicas: la gobernabilidad sin consensos, el continuismo por inercia, la “paz autoritaria” del gobierno chavista, vs una serie de significantes vacíos (libertad, justicia, democracia, transición) que se van llenando a punta de las expectativas personales de cambio de una población material y psíquicamente golpeada, indudablemente azuzada por el hartazgo y la rabia… ¿cuál de esas pasiones domará a la otra; cual tiene el potencial de conducirnos hacia la necesaria normalización de la vida social?
Si bien no estamos para eso que Lauren Berlant llama el “optimismo cruel” (2011), toca admitir que la “fe”, cierta creencia, cierta “imaginación localizada, históricamente situada y encarnada de lo que podría ser el futuro” (Rosi Braidotti, 2008) estaría ocupando también una plaza destacada en este paisaje. Un punto de partida que no necesariamente es negativo per se, y que incluso podría remitir a esa racionalidad de la subjetividad política propia de los sistemas de creencias. Ahora bien: transformar la ira en fe democrática, en ideal y deber ser, -un estado de construcción permanente, como apunta Sartori- transformando con ello la forma en que apelamos al cerebro político, es lo que anticipa el verdadero desafío.
@Mibelis
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