Ricardo Gil Otaiza: El libro y su grandeza

En lo personal suelo ser muy ortodoxo en mis costumbres, y eso se deba tal vez a una cuestión de la edad, transijo (aunque tampoco es que sea un vejestorio), pero es que hay aspectos que están tan profundamente internalizados en mi ser, tan metidos en mi manera de ver el mundo y de relacionarme con él, que por más que me esfuerce termino regresando a la usanza anterior y, créanme, a veces me siento un tanto arcaico por eso, pero echo mano de la resignación propia de aquello que ya no tiene remedio, y sigo adelante con mis cosas a la espera de que los demás me entiendan, se pongan en mi piel (se le llama empatía), y me miren con ojos misericordiosos y hasta de compasión, y me dejen hacer a mi manera.

Ah, pero déjenme decirles, hay cuestiones en las que he cambiado porque no tenía más alternativa: como leer la prensa digital porque en papel es un animal extinto aquí en Venezuela, o dar charlas y conferencias online porque no hay maneras de trasladarme hasta el sitio o porque el evento es sencillamente virtual, o comprar una marca de un determinado producto que jamás ha sido de mi agrado, pero es la que hay en el mercado, y así por el estilo, pero aquello de leer libros digitales sigue siendo para mí un imposible, que creo no podré superar, porque es tal el placer que me produce un libro impreso, que no podría sustituirlo por la experiencia desangelada de leerlo en la pantalla de mi laptop, o en el teléfono, o en el Kindle, que tanto furor causa en el mundo, porque sencillamente no se me da, no es lo mío, y aquí sí, apreciados lectores, no me doblego por nada de este mundo.

Amo los libros impresos y a lo largo de cuatro décadas he podido reunir (con mucho esfuerzo, debo aclararlo, porque los profesores nunca hemos sido bien remunerados), un buen número de ejemplares que atesoro en mi biblioteca, y ese “espacio” es para mí sagrado y el eje de mi actividad como escritor e intelectual, porque si bien con muchos de ellos no tengo mayor relación dialéctica, y solo de vez en cuando regreso a tal o cual obra para una consulta o para salir de una duda, con otros sí la tengo bien profusa, y a ellos me aferro con fuerza y disciplina y son soporte para mi actividad durante casi todos los días de la semana: los trajino, los vapuleo, los llevo de un sitio a otro dentro de la casa o fuera de ella, los marco con papelitos, los dejo abiertos sobre el sofá, les tomo fotografías y las publico en las redes, se los recomiendo a mis amigos, contrasto las obras de los autores, preparo resúmenes, escribo artículos para la prensa nacional, y todo un cúmulo de experiencias que podrían llevarse fácilmente varias cuartillas.

Siempre me preguntan cuántos libros tengo y cada vez refiero una cifra distinta (tres o cuatro mil: quizás más, o muchos menos), porque en realidad nunca la di por contarlos, simplemente los compraba o me los obsequiaban y de inmediato iban a parar a la pila a la espera de la lectura, y debo reconocer que en este aspecto he sido muy desordenado, porque he podido llevar aunque sea un somero registro en un cuaderno de escuela primaria, pero cuando me percaté del asunto ya eran muchos los ejemplares acumulados y me daba pereza emprender la tarea, razón por la cual tuve que contentarme con mi memoria, no tan prodigiosa por cierto, e ir al estante en donde creo que reposa cierto y determinado volumen, estirar el brazo, meter la mano y casi siempre pescar el ejemplar en una inaudita suerte de dimensiones casi metafísicas.

Soy muy celoso con mis libros, casi nunca los doy en préstamo porque la experiencia me ha dicho que nunca regresan a mí y, cuando ello sucede, ¡oh milagro!, retornan vueltos añicos: doblados, sucios, con las puntas retorcidas, desencuadernados y rayados, con manchas de café o de té o de salsa de tomate y hasta con hojas arrancadas y, para no pasar la rabieta que ello me produce y no perder el amigo, prefiero reservarme el derecho de tenerlos en mis predios hasta que Dios lo decida, porque sé que conmigo tendrán el mejor trato posible al estar en su nicho natural, ya que cuando cambian de manos ellos se resienten y me lo reclaman con fuerza, como si hubiera cometido una traición.

Mientras esto escribo, los miro, y me devuelven la mirada, saben que estoy hablando de ellos, y en su aparente pasividad y quietud contienen en sí mismos todas las revoluciones posibles: la de la palabra y las ideas, la de la estética de la narración y de la versificación, la de la historia de la humanidad y su abrupto devenir, la de los más bellos ensayos, cuentos y novelas, la de biografías de eximios personajes del país o de otros contextos, la de la ciencia y sus hondos saberes, la del significado de los vocablos y sus usos, la de los clásicos y los contemporáneos, la de queridos escritores amigos que partieron de este mundo y de otros que todavía lo están, la de antologías que buscan en su esencia el imposible del “todo”, la de los libros de mi pluma que nacieron con inmensa ilusión y empeño, y que son también como mis hijos, la de traducciones y la de la propia lengua, la de autores laureados hasta la náusea y la de aquellos cuyos nombres no despiertan ni un mohín de reconocimiento, la de escritores queridos y entrañables y la de otros apenas comprendidos, la del libro impreso en su eterna grandeza y hermosura: compañero de los caminos de la vida, ángel de la guarda.

rigilo99@gmail.com

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