Un alumbramiento largo, trabajoso, de alto riesgo. Un espacio donde “lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer” y en el que “se verifican los fenómenos morbosos más variados”, según la célebre metáfora de Gramsci. Esa es quizás la imagen que mejor describe la situación venezolana. En 2024 y en línea con una estrategia que ya había desplegado en 2006, 2007, 2010 o 2015, la oposición venezolana eligió la vía del voto como partera del cambio político.
Mucho se ha señalado: hay allí un camino legítimo y éticamente incontestable, que entraña ventajas y desventajas, oportunidades y riesgos en un contexto de alta incertidumbre. Situación diametralmente opuesta a la que ofrecería una democracia incluso mínima, imperfecta: ese sistema político cuyo signo es, precisamente, la certidumbre en los procedimientos y donde los resultados electorales de ningún modo puedan determinarse a priori.
En atención a esto último, es útil recordar lo que el reciente informe del Instituto V-Dem sobre el estado de salud de las democracias (“La democracia pierde y gana en las urnas”, 2024), exponía acerca de las elecciones en contextos autoritarios. Se trata de “acontecimientos críticos”, con potencial para desencadenar democratizaciones (el caso de Suriman es muy significativo, por ejemplo: tras las elecciones en las que la oposición liderada por el Partido de la Reforma Progresista, de Chan Santokhi, venció al exgolpista Dési Bouterse en 2020, este país debuta en diversos rankings con indicadores democráticos en aumento). Pero V-Dem advierte al mismo tiempo que las elecciones podrían favorecer la autocratización, o incluso contribuir con la estabilización de regímenes autoritarios.
Venezuela no se libra de tales dificultades, y lo ocurrido el 28J abona a esa advertencia. Lograr la alternancia en el poder, de hecho, anunciaría el inicio de un arduo y constreñido trayecto hacia una normalización que implica reinstitucionalización, introducción de pesos y contrapesos, límites claros al ejercicio del poder, garantías de competitividad e igualdad ante la ley, mecanismos como la accountability vertical y horizontal. La restauración de la lógica republicana y el respeto pleno al Estado de Derecho, en fin.
En atención a dicha aspiración, una oposición que por lo visto aprendió de sus errores más dramáticos -los contraproducentes llamados a la abstención en 2005, 2017 o 2018, entre ellos, que restringieron su presencia e influjo en espacios de poder- fue consecuente con la ventana de oportunidad que abría el voto, incluso en elecciones viciadas. No podemos dejar de recordar, claro, que desde 1998 para acá la participación política de quienes adversan al gobierno ha operado en un escenario cada vez más restrictivo. Pero a partir de 2015 se percibe un matiz dramático en el abordaje del Estado en materia electoral. Transitamos así desde el autoritarismo competitivo disimulado bajo el refajo populista, a un sistema hegemónico, afín al del partido-Estado que por 70 años sostuvo al PRI mexicano en el poder. Una autocracia electoral (A. Schedler): la de gobiernos que no practican la democracia y que recurren a la represión de la disidencia por diversas vías. Que celebran elecciones periódicas bajo feroces controles autoritarios, de modo de asegurar cierta apariencia de legitimidad democrática. Así, buscan satisfacer las expectativas de actores externos e internos y consolidar su permanencia en el poder, introduciendo una creciente incertidumbre institucional para cosechar los frutos de la legitimidad electoral sin tener que correr los riesgos de la incertidumbre democrática.
Partiendo de tales premisas, lo que ha ocurrido en Venezuela entraña significados todavía más alarmantes. En el marco de la irregularidad procedimental, la omisión grotesca de deberes y atribuciones de poderes supuestamente autónomos y la duda que eso siembra en términos de legitimidad, el chavismo en el poder parece hoy resuelto a renegar de sus mitos fundacionales. Una identidad que se ha nutrido del mito revolucionario (un golpe de Estado en 1992, convertido por obra de la retórica y la mentira organizada en gesta con intenciones reivindicativas, igualitaristas, mesiánicas) trabajando a la par de formalismos aparentemente democráticos. Algo que les permitía afirmar: “llegamos al poder gracias a los votos, y con votos seguimos allí”. De concretarse este golpe a las instituciones, si la anomalía en curso se instala y normaliza, pues, estaremos en presencia de otra criatura política, en muchos sentidos distinta a la que hemos conocido hasta ahora.
Pero así como el autoritarismo electoral despliega un menú previsible de acciones, podemos hablar de un menú de la resistencia democrática. Ahí ha entrado en juego el voto, masivo y con cifras auditables. La movilización inteligente y pacífica. La unidad política, que debería ir más allá de la alianza puramente electoral y caminar hacia la construcción de un movimiento ampliado, ya no a favor de una tendencia política, sino de la defensa de la razón democrática. La comunicación coherente, alineada en cada uno de sus puntos. Y, finalmente, la negociación y el acuerdo. Bregando con las secuelas del paso por el Rubicón electoral y echando mano a la razón jurídica, esta es, sin duda, la hora de la política. Un momento estelar para un liderazgo que, sumando a su indudable conexión emocional, debe demostrar capacidad de maniobra empleando a fondo los recursos de los que efectivamente dispone.
Atendiendo a las experiencias exitosas de democratización en el mundo, el primer obstáculo para ese posible acuerdo es la necesidad de contar con la cooperación del dueño circunstancial del poder. Lidiando con esa certeza y domesticada por el aprendizaje que en 2019 dejó la apuesta fallida a la estrategia de “máxima presión”, la mayoría de países democráticos hoy se une en torno a una exigencia sensata, cautelosa (como aconseja Amorim), y avalada por las categóricas conclusiones del Centro Carter. Se trata de solicitar a las autoridades venezolanas la presentación de cifras que soportan los resultados anunciados por el CNE, a fin de que puedan ser verificados de forma independiente y tener “finalmente claridad sobre quién ganó las elecciones”, como manifestó el reino de Noruega. Si se parte del hecho de que las actas recabadas por la oposición gracias al propio sistema automatizado de votación, no son susceptibles de falsificación (recordemos que estas son resultado de un meticuloso diseño de seguridad de 3 cerrojos: código HASH, código QR y firma digital), la duda expuesta es perfectamente equilibrada y razonable.
Por supuesto, ahora mismo y como era previsible, el chavismo se muestra replegado sobre sí mismo, atrincherado. La tesis del “quiebre” del bloque de poder no luce viable, no en el corto plazo. Optar por una decisión de gran riesgo, mantenerse en el poder a costa de una mentira organizada (Arendt), quizás ofrecía ganar una batalla en lo inmediato. Pero, ¿qué pasará en el mediano y largo plazo? ¿Será posible blindar la gobernabilidad a punta de represión, y con una legitimidad de origen cuestionada por la evidencia inequívoca?
Para que la vía política domestique las intransigencias, algunas condiciones son necesarias. Entre ellas, la articulación entre las gestiones de la oposición y el apoyo de aliados internacionales, en especial aquellos que históricamente fueron afines a la revolución bolivariana. Petro, Lula da Silva y López Obrador, junto con el gobierno de EEUU (todos amenazados por la inestabilidad política y una nueva y caótica oleada de inmigración), son actores clave a la hora de presionar constructivamente para que prosperen esos arreglos. Esto con vistas a lograr, por un lado, un nuevo escrutinio de los resultados electorales con veeduría técnica internacional y reconocido por ambas partes; y, por otro, un compromiso del ganador de no perseguir al derrotado, y así facilitar una eventual transferencia del poder.
Fuerza de la razón vs razón de la fuerza. En este sentido, los retos y dilemas para la oposición no cesan: mantener viva una lucha democrática, que adecúe medios y fines, frente al riesgo de que el tiempo transcurra sin consecuencias; que ante un desconocimiento de facto y jurídico de los resultados, volvamos al conocido ciclo de desafío y desgaste, frustración y desmovilización. Algo especialmente relevante de cara a los comicios que, en 2025, prometen la total renovación del rostro institucional de país. En medio de tanta complejidad es poco lo que podemos anticipar. Apenas decir que hay una secuencia de momentos de decisión que se están escribiendo, y donde nada está predeterminado. La fortuna hace su parte, diría Maquiavelo. La otra mitad del trabajo, la de la virtú del liderazgo, asiste a una prueba de fuego para torcer los acontecimientos y -como anunciaba Weber- ganarse el derecho a meter la mano en la rueda de la historia.
@Mibelis
Síguenos en Telegram, Instagram y X para recibir en directo todas nuestras actualizaciones