20 de septiembre de 2024 5:40 AM

Linda D’Ambrosio: El Conde de Montecristo

If es una de las cuatro pequeñas islas que, situadas frente a la costa mediterránea de Francia, constituyen el archipiélago de Frioul.

En el año 1516, Francisco I, rey de Francia, ordenó construir allí una fortaleza, debido a las ventajas estratégicas que veía en el lugar. Sin embargo, a mediados del siglo XVI, dicha fortaleza se convirtió en una prisión, por cuyos calabozos se afirma que pasaron personajes históricos, como el Marqués de Sade (quien nunca estuvo allí), y otros legendarios, como el Hombre de la Máscara de Hierro.

Alexandre Dumas, padre, emplaza en las mazmorras de ese castillo los trece años de prisión a los que se vería sometido el personaje principal de su novela El conde de Montecristo: Edmundo Dantés.

Es un guión común: desde la Cenicienta hasta el propio Dantés son personajes que conquistan el fervor popular, porque, habiendo sido objeto de todo tipo de ultrajes, se ven compensados a la postre con un final feliz. ¿Quién no va a sucumbir ante semejante argumento? La esperanza es connatural al ser humano. ¿Cómo soportaríamos, cómo nos mantendríamos de pie, si no fuera por la convicción de que en el futuro las cosas pueden ser mejores?

Edmundo Dantés es la promesa de que nuestra historia puede dar un giro inesperado y sorprendernos con un futuro próspero, en que la vida nos agasaje con todas las bondades que puede ofrecernos. Pero, más aún: el Conde de Montecristo es la promesa de que cada uno de los malvados recibirá su merecido.

En mi opinión adolescente, uno de los asuntos que más me entusiasmaba de la novela es que no fuera el propio Dantés el que inflingiera un castigo: cada uno de los malvados termina por ser víctima de sus propias iniquidades. Edmundo apenas tiene que facilitar las circunstancias para que ellos den los pasos que a la larga les hundirán.

Nos embarga un sentimiento de satisfacción relacionado con la idea de que se ha hecho justicia. Pero, en el fondo: ¿no se trata simplemente de la sed de venganza?

En concreto: ya el Conde de Montecristo había alcanzado su liberación y un estatus de vida más feliz. ¿En qué medida le beneficiaba el hecho de que otros sufrieran o dejaran de sufrir?

¿Cuánto más edificante no hubiera sido el desenlace, si todas estas personas se hubieran reformado y hubieran tenido un impacto positivo en el entorno?

A veces el castigo opera como un muro de contención cuando lo que determina el comportamiento de la persona es el temor a verse expuesto a una sanción. Pero ¿tiene realmente mucho sentido crear sufrimiento cuando el daño ya está hecho y no es posible volver el tiempo atrás? ¿O hay que apostar por la rehabilitación del ofensor?

La respuesta a estos interrogantes está relacionada con la concepción que tengamos del hombre: si lo concebimos como un ser plástico, maleable, capaz de crecer y evolucionar, o si consideramos que puede estar determinado por una vocación innata hacia el mal.

En todo caso, la prioridad será impedir que siga haciendo daño, que se produzcan otras víctimas. Pero ¿es coherente nuestra aspiración al bien con el hecho de hacer sufrir al otro? En el marco del catolicismo se aboga por la conversión (“setenta veces siete”, Mateo 18, 21-35). En el hinduismo se estima que toda acción tiene una reacción, y que ello se traduce en el karma, pero no es un asunto que pueda tratarse en dos líneas. Hay resultados naturales de quebrantar las leyes naturales. Pero también predomina el concepto de ahimsa, esto es, de no violencia.

Resultaría interesante revisar nuestro criterio acerca de categorías como justicia o castigo, y verificar cuáles son en nuestro corazón nuestros deseos. Porque, a la larga, nunca es lo mismo defenderse que atacar.

linda.dambrosiom@gmail.com

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