Volvamos sobre una afirmación más que obvia, una y otra vez lanzada por expertos y machacada los hechos: la democracia liberal está atravesando una de sus peores crisis de valoración y desempeño a nivel global. Cabe recordar lo que anuncian estudios como el que anualmente difunde V-Dem, al revelar que por primera vez en más de dos décadas el mundo tiene más autocracias cerradas que democracias liberales, con un nivel de democracia del ciudadano promedio mundial que nos retrotrae a las cifras de 1986.
Asimismo, el riguroso seguimiento de indicadores por parte del Latinobarómetro ratifica similar recesión en Latinoamérica, con una disminución significativa de la confianza en las instituciones y de los apoyos expresados hacia la democracia. Esto, mientras aumenta la indiferencia al tipo de régimen y las preferencias a favor del autoritarismo (relanzado bajo la forma de “electodictaduras civiles”); inclinaciones que se han visto agravadas gracias al desplome del desempeño de los gobiernos y de la imagen de los partidos. Está visto que 2024 no solo obliga a poner el foco en el plano electoral y las decisiones que los votantes van tomando en atención a sus realidades particulares, sus miedos y expectativas. También en la expansión de la serie de tendencias que marcan los pulsos de la política en buena parte de los países, haciendo de este ciclo un preocupante parteaguas en materia de sostenimiento del proyecto democrático.
La ola de autocratización reforzada por la desinformación y la polarización crecientes, por esa sensación de estancamiento de los conflictos globales que desdibuja la idoneidad del liderazgo democrático para articularse, intervenir y dar soluciones oportunas, también afecta el equilibrio mundial del poder económico. Un creciente número de autocracias representa hoy el 46% del PIB mundial, según V-Dem. En tierras económicas de nadie, apunta el periodista Miguel Ángel García Vega, pese a la ausencia de libertades individuales y la plutocracia, algunas autocracias siguen prosperando (al menos en términos de PIB). Todo un desafío al paradigma de que la democracia y sus instituciones constituyen el sistema mejor dotado para generar riqueza y prosperidad en los países. La batalla contra la desigualdad, además, inseparable de un modelo basado en la idea del acceso equitativo a las oportunidades y el reparto justo de la renta, hoy luce especialmente comprometida por la escasez de materias primas y fuentes de energía estables. Adiós, Estado de bienestar. Si esa desigualdad se vuelve extrema, advertía Fukuyama, la demanda agregada (cuyo resultado es igual al PIB) se estanca y aumenta el rechazo político al sistema.
“La democracia dejó de importarme cuando me llegó la necesidad”, se leía en días recientes en la red social X a raíz del triunfo de Trump en las elecciones estadounidenses. Opiniones como estas encienden alarmas, a sabiendas de que la percepción de desmejora material apunta como daga al corazón de la credibilidad del sistema. Las virtudes asociadas a un régimen de libertades, cierta “fe” en su capacidad para gestionar tanto necesidades básicas como demandas cada vez más diferenciadas y complejas, se desdibujan en medio de ataques que por instantes evocan la desconfianza que en 1933 acuchillaba a la Coalición de Weimar y abría puertas al “hombre fuerte”. Está visto que la combinación de problemas económicos, fatiga ciudadana, tensiones sociales acumuladas y potencial inestabilidad política resulta letal para cualquier sistema que dependa de la cooperación amplia y la autorregulación a la hora de producir mejoras.
Datos muy concretos, sin embargo, permiten combatir algunos de los espejismos vendidos por nuevos autócratas y demagogos que proyectan exitosas carreras a expensas de la demolición de las democracias. En sus análisis sobre las relaciones entre autocratización y cobertura sanitaria universal (2020), por ejemplo, Thomas J. Bollyky, Tara Templin y Simon Wigley demostraban cómo las mejoras en la esperanza de vida, la cobertura de servicios de salud efectiva y los niveles de gasto de bolsillo en salud retrocedían en países que se autocratizaron recientemente o que experimentan un declive sustancial en sus rasgos democráticos. “La autocratización plantea una amenaza para el logro de una atención sanitaria de calidad para todos porque implica contracción gradual de la base de apoyo que necesitan los líderes políticos para permanecer en el poder, la erosión constante de la libertad de prensa y la libertad de expresión en general”.
Los académicos Richard Jong-A-Pin y Jochen O. Mierau, por otro lado, tras estudiar los casos de más de 400 autócratas en 76 países (“No Country for Old Men”: Aging Dictators and Economic Growth”, 2011) compartían un sugestivo hallazgo: si el horizonte temporal del dictador disminuye, ya sea por un aumento del riesgo de mortalidad o por un riesgo político, la tasa de crecimiento económico retrocede. De modo que, por cada año de edad acumulado por el dictador, el crecimiento económico de la nación disminuía en 0,12%. Si bien situaciones límite que exigen respuestas rápidas y atajos burocráticos -como ocurrió durante la pandemia- parecen beneficiar la gestión centralizada del poder, dicha centralización, junto con la restricción del flujo de información, operaría a favor del estancamiento en el largo plazo.
Nada dispuestos a rodearse de asesores que puedan señalar sus equivocaciones, no todo sería color de rosa para líderes no democráticos que logran imponerse, asociarse y ganar influjo en medio de los riesgos, la incertidumbre y volatilidad del presente. Ni siquiera China, luego de sobrevivir a los trágicos dislates del “Gran salto hacia adelante” y encontrar un portentosa vía de crecimiento gracias a las reformas de Deng Xiaoping, se libra de los fantasmas del largo plazo. Con el ascenso de Xi Jinping en 2022 como jefe absoluto de la cúpula del Partido Comunista y la designación de fichas de su absoluta confianza en el Comité Permanente, se desechó el sistema de equilibrios y contrapesos que había operado hasta hace poco. Una burocracia más cerrada y peleada con la meritocracia de tiempos de Deng se enfrenta hoy al declive demográfico, el envejecimiento que limita la mano de obra; la desaceleración del crecimiento y una productividad afectada por la forma en que Xi “exprime a las empresas privadas, que son esenciales para la innovación tecnológica”, indica Joseph Nye.
En oposición a la idea de que un Estado moderno debe ser impersonal, (uno que, apunta Fukuyama, trata de relacionarse con los ciudadanos de manera equitativa y uniforme, sin basarse en vínculos personales) la figura de ese “hombre fuerte” opera en democracias dislocadas para exacerbar otra clase de falencias. La seducción que estos personajes despliegan entre una población que se siente desmejorada, vulnerable, desplazada por el “enemigo interno”, ingresa en otra dimensión de lo político que no se reduce a la sola legitimidad de desempeño, que desplaza los referentes comunes y hurga en lo identitario.
Ese es un terreno que conoce y explota Trump, cuyo señero desprecio por los protocolos y reglas de juego puede verse potenciado en esta ocasión gracias a un Congreso, un Senado y una Corte Suprema bajo control republicano (¿más bien trumpista?). Ya veremos. De momento, conviene recordar no sólo la admiración hacia Maduro que, según la ex asesora de la Casa Blanca, Olivia Troye, este manifestaba en reuniones privadas en 2019 (“¡Oh, qué fuerte es Maduro!”). O los elogiosos comentarios que durante un mitin dedicó al primer ministro húngaro, Viktor Orban: “gran hombre… es bueno tener a un hombre fuerte al frente de un país”. También lo que decía respecto a Putin y Xi Jinping durante la controversial entrevista que le hizo Elon Musk: “Conozco a cada uno… Llevarse bien con ellos es algo bueno, no malo. Están en la cima del juego, son duros, son inteligentes y van a proteger a su país”. Para desgracia de demócratas sin fuelle, el club de los hombres fuertes sigue desafiando las probabilidades.
@Mibelis
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