«He amado a Venezuela, la he amado a veces por sus
desgracias, otras por la generosidad de su naturaleza
y siempre como a una madre irremplazable.
En su seno quiero dormir el sueño de la tierra.
Es allí donde deseo que reposen mis cenizas».
Teresa Carreño
Se sabe que para 1861, la pequeña Teresa ya era considerada una «niña genio» y había compuesto numerosas piezas cortas para el piano, entre valses, danzas y polkas.
Sin embargo, siendo su padre ministro de Hacienda, vista la situación política venezolana de entonces, signada por un gobierno que hacía frente a una guerra civil, esto obliga a la familia a emigrar a Estados Unidos en 1862. Ese mismo año, con 8 años de edad, la joven pianista debuta en Nueva York, catalogada entonces por el público como un «fenómeno musical».
«Ella merece ser calificada no como una niña maravilla, que a la edad de 8 años ha derrotado todas las dificultades técnicas del piano, sino como una artista con una sensibilidad de primer nivel», escribió sobre Carreño el crítico musical de The New York Times.
Su talento impresionó grandemente al compositor estadounidense Louis Moreau Gottschalk, considerado para la época como uno de los mejores pianistas del Nuevo Mundo, quien se convirtió -aunque por un tiempo breve- en el primer profesor de la niña en la Gran Manzana.
Tras sus exitosas presentaciones en Nueva York, “la Valquiria del Piano” inicia su primera gira por Estados Unidos, incluyendo el concierto privado que ofreció para el presidente Lincoln en la Casa Blanca. Allí interpretó varias composiciones de Gottschalk, así como una de las piezas favoritas del mandatario estadounidense: «Listen to the mocking bird» (Escucha al ruiseñor).
Carreño enfermó estando en Cuba a punto de iniciar una gira por América del Sur en marzo de 1917 y murió en junio de ese año en su apartamento en Manhattan, donde vivía con su cuarto marido, Arturo Tagliapietra, quien era hermano de su segundo esposo, Giovanni Tagliapietra.
Teresa y su esposo habían regresado a Nueva York, luego de un exitoso concierto en Cuba con la Filarmónica de La Habana, y esta muere el día martes 12 de junio de 1917, a las 7:00 de la noche, a los 63 años de edad. El funeral fue uno de los más impresionantes jamás asistido. La simplicidad y belleza con que fue llevado a cabo el servicio fue acorde con lo que fue la vida de esta insigne artista. Fue privado en algún sentido: amigos, artistas y discípulos llenaron el apartamento que justamente meses antes había encontrado para pasar ratos felices.
La ceremonia fue leída por el Dr. Louis K. Anspacher, decano de la Universidad de Columbia, que dirigió el rito episcopal con una magnifica elegía por la gran artista y mujer. ¡La señora Emily Bauer tocó “Mi Dios acércate a él” y la Sra. Delfina Marsh cantó “Dios secará las lágrimas de sus ojos” y “Oh! Descansa en Dios” de Felix Mendelsshon. El ataúd fue llevado en andas por Ignacio J. Padereswky, Misha Elman, Albert Spalding, Carlos Steinway y otras grandes personalidades del mundo musical.
Veintiún años después de su muerte sus cenizas fueron traídas a Venezuela en un ánfora de bronce esculpida por el artista venezolano Nicolás Veloz, con una inscripción en latín y la efigie de Teresa, en una ceremonia que se celebró el día 15 de febrero de 1938, en el Cementerio General del sur. Ese año, el gobierno de turno emitió una estampilla de correos conmemorativa con la efigie de la eminente pianista, siendo así la primera mujer ligada al mundo musical en aparecer en un sello de correos. Sus cenizas –como se dijo- fueron traídas a Venezuela en 1938 y, desde el 9 de diciembre de 1977, reposan en el Panteón Nacional.
El ánfora estuvo mucho tiempo (años) en manos de la persona encargada de abrirla para extraer las cenizas, que luego serían trasladadas al Panteón Nacional, en regia ceremonia. Conviene precisar que esta retención –por así decirlo- se debió a que la aludida persona reclamaba “sus honorarios” y “gastos por depósito o de guarda y custodia”.
Años después, con ocasión de la apertura de la Sala de Exposición Teresa Carreño en 1986-1987, suerte de museo, donde se expondrían algunos bienes que pertenecieron a nuestra eximia pianista de fama universal, incluyendo el piano mandado a hacer especialmente para ella por el gobierno de Guzmán Blanco, y buena parte de su memorabilia, conforme con contrato de comodato suscrito ente la Fundación Teresa Carreño y la Municipalidad de Caracas, se cayó en la cuenta de que era necesario, conveniente y justo que el ánfora estuviera en ese recinto.
Toda vez que el teatro (la Fundación) no tenía recursos económicos para cubrir ese gasto sobrevenido; ni la Dirección de Acervo Histórico de la Nación, tampoco el extinto Conac, órgano tutelar de la Fundación Teresa Carreño, ni el Concejo de Caracas… ¡ni nadie! Nadie, aunque parezca absurdo, disponía de los recursos ni “presupuesto” para pagar a aquella persona los citados conceptos, fue mi dilecto amigo, vecino y compadre (y compañero de trabajo) don Arturo González Ubán, cariñosamente conocido como “el chamo”, curador de la sala o museo, eterno enamorado de Teresa, quien de su propio peculio –sin aspavientos ni alharacas- pagó.
Y fue así como el ánfora de bronce que contuvo alguna vez las cenizas de “la Carreño”, fue recuperada para ser exhibida en lo que fue la Sala de Exposición, en el complejo cultural o coso de Los Caobos que lleva su nombre.
Ignoro cuál es la situación actual de la Sala de Exposición y si aún se conservan tan preciados bienes que pertenecieron a la Carreño, y cuidados con celo absoluto y extraordinaria devoción, durante mucho tiempo, por nuestro querido y recordado Arturo González.
¡Ojalá no sea un cenicero!