Dos características que destacan del liderazgo revolucionario en Venezuela son la incompetencia y el odio. La primera se manifiesta como ineficacia en el universo de acciones o tareas que deben acometerse de modo eficiente en beneficio de la población y el país. No está demás resaltar que cuando el término se emplea en el campo económico alude por igual a empresas o sistemas de gobierno que son incapaces de operar eficazmente en el mercado. El segundo, por su lado, se nos presenta como antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien (el opositor) cuyo mal se desea. Ambas prácticas conducen inevitablemente a la decadencia, esto es: a perder una parte importante de las condiciones o propiedades que antes constituían su fuerza, importancia o valor.
El manejo que llevó a cabo Hugo Chávez de la industria petrolera (siempre insistimos en que fue nuestra gallinita de los huevos de oro a lo largo de la gestión democrática) es una clara expresión de su incompetencia y odio a la necesaria autonomía que debía tener dicha organización. Aplicando por tanto una política de tabla rasa –esto es, una en la que su gobierno no está atado a las prácticas y regulaciones hasta entonces imperantes– puso de lado todas las prácticas de sana administración. El resultado de su aciaga política se hizo manifiesto con mayores índices de pobreza en los años subsiguientes, particularmente en la gestión de Nicolás Maduro.
Los anteriores son rasgos que marcan profundamente el proyecto político de la “revolución bonita”. No obstante eso, la mayoría de la masa votante se enganchó con el discurso revolucionario y de cambio que vendió Chávez a los venezolanos. Para quienes compartían y anhelaban una mudanza política radical, los diecinueve muertos que produjo el golpe de Estado liderado por el nieto del general Pedro Pérez Delgado, también conocido como “Maisanta”, fue solo un asunto menor.
Hay que reconocerlo: la mayoría de los electores votaron por Chávez. Ellos disfrutaron las mieles de la revolución bonita en sus tiempos de bonanza. Poco les importó la perniciosa división que se produjo entre los aguerridos opositores al régimen y los seguidores del gobierno revolucionario.
Es por eso y por la enorme capacidad de olvido de los seres humanos, que se hace necesario recordar de cuando en cuando el terrible error de muchos compatriotas al apoyar la “revolución bonita”. Sobre todo, hay que aprender a no dejarse llevar por los engañosos cantos de sirena.