En noviembre de 1998 viajé a La Habana invitado por Francisco Soberón Valdés, entonces ministro presidente del Banco Central de Cuba, para participar en la “Conferencia Internacional sobre el Euro” que tuvo lugar en la capital cubana. Antes del viaje recibí información extraoficial sobre la posibilidad de tener un encuentro de carácter protocolar con el mandamás Fidel Castro Ruz. La invitación fue resultado del provechoso y amable contacto que tuve meses antes en la capital cubana con Soberón y su equipo, a raíz de la gestión de cobranza de una deuda de 50.000.000 de dólares que tenía el BCC con el Banco Central de Venezuela, la cual fue producto de operaciones canalizadas a través del Convenio de Pagos y Créditos Recíprocos de la Aladi.
(Es necesario abrir aquí un paréntesis. La gestión de cobro que previamente había llevado a cabo la Vicepresidencia de Operaciones Internacionales del BCV se encontraba estancada por la insolvencia cubana. Cuando el tema fue tratado en el Directorio de nuestro ente emisor, expuse mi punto de vista, resaltando que la singular situación económica de Cuba dificultaba cualquier forma de pago que tratáramos de imponer, por razonable que ella fuera. De allí que aconsejé un cambio importante en nuestra gestión de cobranza. Concretamente sugerí que, en lugar de pretender imponer un plazo breve para la amortización de la voluminosa deuda, así como la consiguiente aplicación de una tasa de interés de mercado durante el tiempo que tomara el pago total, debíamos modificar nuestra política de cobro al BCC y plantearles que ellos propusieran los términos y condiciones para la redención en cuestión. Mi percepción era que saldríamos favorecidos si conseguíamos recuperar sólo lo adeudado. Antonio Casas, para entonces presidente del organismo, me pidió que encabezara las negociaciones con los cubanos, lo que fue aprobado por el Directorio. Aunque nuestro gesto agradó a la contraparte cubana, la “solución”, que tomó casi tres años en concretarse, se alcanzó en términos muy desfavorables para el BCV durante la gestión “revolucionaria” de un antiguo adeco que luego devino en fiel servidor del régimen de Hugo Chávez y que al final salió del cargo por la puerta trasera de la entidad que ya había empezado a decaer y perder su autonomía a pasos agigantados).
Al segundo día de nuestro arribo, encontrándonos en suelo cubano con un pequeño grupo de invitados extranjeros a la conferencia anteriormente indicada, fuimos conducidos a una feria internacional que se celebraba en La Habana y en la que Fidel haría acto de presencia para su inauguración. Nos ubicaron en la primera fila, a pocos metros de donde hablaría el máximo líder. La mayoría de los allí presentes estaban acompañados por sus esposas, todas con zapatos de tacón alto. El resto de los asistentes se encontraba a mayor distancia, detrás de nosotros. Todos esperábamos parados porque no había asientos. Minutos más tarde, cerca de veinte funcionarios responsables de la seguridad del líder máximo se colocaron frente a nosotros con sus implementos para la protección del “Jefe”. Poco después apareció Fidel. El líder revolucionario comenzó a hablar y no paró de hacerlo por más de dos horas, lo que representó un gran suplicio para las damas calzadas con tacones altos y para varios de los hombres que las acompañaban. La disertación que hizo fue sobre el panorama político mundial, poniendo de manifiesto su amplio dominio del tema. Concluida su intervención, Castro se retiró sin dar la mano a sus invitados especiales. Pensé que a eso se resumía el “encuentro protocolar” que me habían comunicado en Caracas.
Justo el último día de la conferencia tuve una amena conversación con Soberón Valdés que concluyó con la invitación a cenar esa misma noche con Fidel, en compañía de otros quince jefes de delegaciones extranjeras. Me llamó poderosamente la atención que me sugiriera descansar el resto de la tarde. Un transporte especial pasaría a buscarme a las 8:00 de la noche.
La cena se llevó a cabo en el Palacio de la Revolución, sede de la Presidencia de la República. De una particular belleza y donde el elemento tropical descuella, la construcción de la edificación fue concluida en 1957. Estaba previsto que allí tuviera su sede el Tribunal Supremo de Justicia. Pero con el triunfo de la revolución castrista, su destino y propósito cambió. Debo reconocer que es la edificación más hermosa de Cuba y una de las más atractivas que he conocido en mi extenso peregrinar por razones de mi trabajo en aquel tiempo.
Todos los invitados fuimos objeto de una meticulosa inspección; pero en mi caso, que llevé conmigo un ejemplar del libro Colección de Arte del BCV 1940-1996 para obsequiarlo al mandatario cubano, debí entregarlo a un funcionario para que le hicieran una revisión que incluyó, según lo que luego me informaron, el empleo de rayos X. Esperamos parados por dos horas la llegada de Fidel. Mi reloj marcaba las 10:00 de la noche, cuando nos condujeron hasta el lugar donde se encontraba el reputado mandatario cubano. Todos y cada uno de los invitados fuimos presentados por separado al jefe revolucionario. Pero me tocó ser el único que le hizo entrega de un presente. En ese momento estaban junto a mí Soberón y otro miembro del Gabinete de Castro, cuyo nombre no recuerdo. Pienso que los comentarios que de mí hizo Soberón condujo a que conversáramos varios minutos. En el curso de la breve charla Fidel hizo mención de la locución “cosas veredes”, atribuyendo la procedencia de la misma al Poema de Mio Cid. Yo había leído dicho libro muchos años atrás y a Don Quijote de la Mancha un par de veces y estaba convencido de que en este último se hacía uso de la expresión. No dudé entonces en hacerle la corrección a Castro. Inmediatamente intervino Soberón, cuya amplia cultura la puso de manifiesto en nuestros encuentros anteriores, y dijo: “No Eddy, la expresión aparece en Mio Cid”. De la manera más natural yo volví a mis andadas y ratifiqué lo ya señalado. Entonces se acercó el otro ministro de Castro y apoyó lo dicho por Fidel y Soberón. En ningún momento quise ser impertinente o agresivo con mi comentario. Mi posición partía de la buena fe y mi seguridad de haberla leído en el Quijote. Así, pues, como libre pensador y demócrata, sin alteración alguna o actitud de mala fe, por tercera vez ratifiqué lo antes dicho. Durante ese breve escarceo Fidel se mantuvo mirando en lontananza. La conversación cambió de tema y pudimos hablar unos escasos minutos más.
Después de las presentaciones de rigor Castro se dirigió a sus invitados y les dio la bienvenida. Aprovechó la oportunidad para hacer mención al discurso que pronunció en la feria internacional antes mencionada, el cual había sido publicado íntegramente en el diario Granma, órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Pero en lugar de llevar consigo ejemplares suficientes para ser obsequiados a los presentes, prefirió leer el texto completo del mismo. Así que varios de los allí presentes tuvimos que aguantar parados, con resignación, la repetición de su larga intervención en la indicada feria.
Poco después de la medianoche pasamos al comedor, un espacio de gran lujo, decorado con mucho gusto y con mantelería, cubiertos, copas y vasos de restaurante con estrella Michelín. Me tocó sentarme casi al frente del líder revolucionario y, salvo una corta intervención que me tocó hacer, me dediqué a observarlo con especial detenimiento durante las casi dos horas que duró aquel sorprendente encuentro. No dejó de llamarme la atención su atuendo militar, de una especial finura y elegancia. Cuando se dirigía a sus invitados hacía gala de conocer en detalle la situación de cada país y aspectos relevantes de su economía, sistema político y geografía. Si aludía a otros países y lugares del resto del mundo, también ponía en evidencia la asombrosa información que tenía de todos ellos. Puso así de manifiesto su destacada condición de líder político bien documentado y de “encantador de serpientes”. Para aquel tiempo ya era sabido que había empezado a confrontar problemas de salud. Eso se hizo evidente cuando comía. Aprecié que masticaba lentamente y en exceso lo que se llevaba a la boca. Por dos veces conté su masticada y en ambas ocasiones me asombró su número: más de ochenta. La salivación del bolo alimenticio era fundamental para su ingesta. Deduje que sus trastornos eran estomacales e intestinales. Por cierto, uno de los comensales que se sentó a su lado fue su asistente personal, el entonces joven Felipe Pérez Roque, quien más tarde fue designado ministro de Relaciones Exteriores y después, en 2009, sin explicación alguna, degradado y aventado del cargo por Raúl Castro. Estando aún en la cárcel publicó un libro en Miami (Diario de un Ministro. Memorias de mi vida junto a Castro) en el que habla muy mal de Fidel y Raúl.
Hacia las 4:00 am concluyó la cena, una de las más exquisitas que he tenido en mi amplio peregrinar de trabajo por muchos países. Cada uno de los comensales recibimos como obsequio una caja de habanos Cohiba Lanceros, mi tabaco preferido que por muchos años fumé de manera ocasional. Pocas semanas después de regresar a casa abrí mi regalito y me encontré con unos tabacos carcomidos que tuve que echar a la basura. Así concluyó mi experiencia cubana. O al menos así lo creí yo. En mi cabeza siguió rondando lo de “cosas veredes”.
Sin dilación alguna leí por segunda vez Poema de Mio Cid. Ninguna mención se hacía allí de la bendita expresión. Procedí entonces a releer Don Quijote de la Mancha por tercera vez. No podía dar crédito a lo que vieron mis ojos. Tampoco en sus páginas aparecía la susodicha frase. Así pues, en ninguna de las dos grandes obras de la literatura española se encuentra la popular expresión. En mi libro Miguel von Dangel y el renacimiento de un arte latinoamericano, publicado por la Universidad Metropolitana en 2012, dejé constancia de lo anterior en una nota a pie de página del Capítulo III.