22 de noviembre de 2024 6:26 AM

Ricardo Gil Otaiza: Don Jesús Memoria

Ya he contado que hace algunas semanas me invitaron a hablar de literatura en un postgrado de mi universidad, así que no reiteraré en este aspecto, pero quiero narrarles que hubo momentos en los que, por trampas de la memoria, me quedaba en blanco y no podía recordar los nombres de las personalidades y autores a los que hacía referencia. Claro, incide también el que nunca me preparo para estos encuentros: voy tal cual y a la buena de Dios. Pues bien, en plena intervención, tuve que apelar a darles a los participantes el santo y seña de las personas de quienes hablaba, para poder recordarlos, y que ellos me ayudaran a llegarles a los nombres y, así, a trompicones, pudimos avanzar sin mayores escollos (a lo mejor ellos ni se percataron de este “detalle”, porque lo hacía con naturalidad, sin aspavientos ni sobresaltos).

En realidad, nunca he tenido buena memoria, aunque transijo que desde niño era muy caletrero (porque los maestros y profesores nos obligaban a eso), y me aprendía con puntos y comas las lecciones correspondientes, pero el lío estaba cuando ese caletre se me olvidaba en los mal llamados exámenes de “completación” (el vocablo no existe en nuestra lengua; bueno, hasta donde llega mi conocimiento. Lo correcto hubiese sido: exámenes de o para completar): el profesor transcribía párrafos del libro y dejaba espacios en blanco, para que los rellenáramos con la palabra o la frase exactas. Se imaginarán ustedes el trauma psicológico de no poder traer a la memoria la bendita palabra faltante, pero, bueno, ese es ya otro tema. En la universidad tuve a un connotado profesor italiano quien se quedaba impactado con mi caletre, hasta el punto de llegar a decir con rostro muy sonriente en el salón: “Ricardo tiene cerebro de elefante”.

Volviendo a lo de mi participación en el postgrado, les juro que en los momentos en los que los nombres huían despavoridos de mi memoria (aunque sintiera que los tenía en la punta de la lengua), a la vez recordaba (la memoria es la loca de la casa) un sketch del programa humorístico de toda la vida en Venezuela: Radio Rochela, que transmitía la hoy extinta Radio Caracas Televisión (que echamos de menos), y que se llamaba “Don Jesús Memoria”. A ver: no recuerdo el nombre del gran actor que lo encarnaba, pero sí que llevaba el peinado con la raya en medio, un bigote recoleto (y creo que unos anteojos, no lo puedo asegurar con certeza) y su acento imitaba al de los gallegos (mis suegros eran gallegos y los quise y respeté muchísimo) en el que la “o” suena como una “u”. El tiro y la gracia de aquello era que, Don Jesús Memoria, en una suerte de monólogo, pretendía contar algo acerca de un personaje importante, y hacía el esfuerzo por recordar las frases exactas de lo que había dicho, pero la memoria le hacía malas jugadas y las palabras se le atragantaban, y nos quedábamos en ascuas, hasta que ya fatigado y los espectadores angustiados (para entonces yo era un niño y créanme que hacía fuerza y cruzaba los dedos para que al pobre señor le salieran las palabras) decía: “…Entonces… levantú un dedu… y diju estas palabras…” En este punto o clímax del sketch, en el que remataría con la famosa frase que porfiada no salía, Don Jesús Memoria exclamaba: “¡Qué truncu de dircursu amigus!”

Bueno, yo me sentí en aquellos momentos como Don Jesús Memoria, y no vayan a pensar que no me preocupa, claro que sí, por aquello de la demencia senil (que en teoría no tengo la edad para eso), pero en aquellos instantes en los que nos vemos contrastados e interpelados frente a un público, independientemente de su tamaño, echamos braceadas para seguir adelante, y lo hacemos, no cabe duda, y la experiencia es una herramienta poderosa para salir a flote, y ella nos permite atajos, reinvenciones instantáneas, como hacía en mis tiempos de bachillerato y universitarios, cuando no podía aprenderme de memoria textos largos y optaba por hacer resúmenes, compresiones, y claro, a mi manera de entonces (desde lo empírico), pero me resultaban.

Ya conté que en cuarto año tenía que recitar frente a mis compañeros el largo poema lírico Vuelta a la patria, de Juan Antonio Pérez Bonalde, y aterrado por la inminencia del lunes, apliqué una técnica sencilla: quité estrofas que a mi entender no eran esenciales, y achiqué el enorme poema y lo recité con éxito en la clase (al profesor se le salieron las lágrimas), y en lugar de burlarse de mí (que era el más pequeño del salón), mis compañeros me aplaudieron a rabiar. En la universidad, en una de las materias fundamentales, el profesor solía formular en cada semestre las mismas dos preguntas, y ese dato corría en los grupos como el agua, y una de ellas era la endemoniada biosíntesis de saponinas esteroides partiendo de un determinado punto de la cadena. Mientras mis compañeros preparaban sus recetarios (chuletas, como las llamamos aquí) para copiarse, yo en casa me devanaba los sesos para resumirla a mi manera, porque no podía copiarme: me daba terror, amén de que siempre he tenido un marcado sentido de la honestidad.

El examen llegó y salieron las dos preguntas. En el aula: se podía escuchar el cuchicheo de mis compañeros y el sonido de los papelitos pasando de puesto en puesto. De una sección grande, pasamos apenas como cinco o seis estudiantes. Entonces… el profesor “Levantú un dedu… y diju estas palabras… ¡Qué truncu de raspazún amigus!”

rigilo99@gmail.com

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